Pobres mamíferos

por · Julio de 2016

Lectura de Acerca de Suárez, de Francisco Ovando, un «thriller de equivocaciones» cuando un pueblo desértico se queda sin electricidad.

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A y C discuten un documental que reflexiona sobre un mundo sin humanos, la repartija de los paisajes entre las sepias y los delfines. Las sepias, opina A, unos pequeños y mezquinos encefalópodos de sangre azul, se adaptarán a la tierra, saldrán del mar, exiliadas por los segundos. C le responde que los mamíferos acuáticos, como los delfines, tuvieron antepasados que habían hecho el viaje al revés. De la llanura a la costa. Discuten frente al computador: quinientos años después de nosotros apenas quedarían algunas piedras de las grandes ciudades. Las corrientes no se contienen. Los macizos de arena tampoco. Cincuenta años después de nosotros las grandes construcciones de hierro caerían. Las pirámides no. Esa montaña con cuatro presidentes tallados tampoco. Van a sucederse glaciaciones y desertificaciones. Lo último que permanecerá, los restos, serán islas de plástico. Panes flotantes. C agrega que los peces más jóvenes ya se estarían haciendo adictos al plástico. Una victoria metabólica necesaria. Los mares se vacían y las últimas manadas de focas, cetáceos, refugiados de algunas guerras, transitan transpirando dentro de las corrientes. Pasa que pasa el tiempo según el documental y la tierra parece sobrellevar bien el vacío nuestro. Quizá trecientos mil años después de nosotros se podría dar una forma compleja de vida. Quizás en un millón. A apuesta por las sepias. Su enorme potencial. Se comunican a través del color y patrones de su piel. Una civilización fotosemiótica. C es más optimista: cree que la tierra no va a sobrellevar nuestra presencia.

Néstor, un montañista y buzo de San Feliú, ha escrito una novela sobre un niño paralítico y su vida dentro del cuerpo de un delfín. Transferencia de conciencia, la llama. Avatar antes de Avatar. De hecho la novela se publicó diez años antes que la película. Ha visto delfines de cerca, cuando pasea en kayak por las calas. Le consta su inteligencia. No se decide si es sospechosa o conmovedora. El mismo montañista pensó en zombis. Lo importante acá es la explicación, cómo sus zombis llegaban a ser zombis: al principio una sed frenética de consumo. Cuando la plata se acababa venían las primeras formas de agruparse. La desesperación ayudaba a desarrollar la parte en donde se empieza a ser zombi, la desconexión. Cada uno era una pulsión. Había que comer. No es que se acabe la comida, es que mientras menos queda más empieza a contar como comida. A los once días empiezan a desaparecer los vivos. Y ni tan de a poco. Las mascotas, los enfermos y los desvalidos, los niños, los gordos, los flacos, y así. Calculó el tiempo en que la gente de su pueblo se fagocitaba. Calculó la carne de las veinte mil quinientas personas y luego cuánto se demoraría esa carne viva en agotarse, en comerse a sí misma. Consideró factores como calorías mínimas diarias para la mecánica de un cuerpo promedio, un asedio tímido por parte de las autoridades municipales —algo así como una cuarentena, a la medieval—, el agua potable, la existencia de electricidad, la distribución de armas de fuego, insumos médicos. Consideró también ciertos tiempos límite de teoría del pánico. Llegó a una fórmula. Con el cálculo podría saber la unidad de tiempo en la que se moverían sus personajes dentro del escrito. La novela todavía no está escrita. Néstor siente que no tiene tiempo para sentarse a escribir. Hace poco fue padre por segunda vez.

En el nuevo extremo, a orillas del cinturón de fuego del Pacífico, Ovando se da ese tiempo. Traza un thriller de tres tandas. Piensa y escribe ese límite: los recursos y los metabolismos. La adaptación. La sobrevivencia. Escritos del estado de sitio en donde los espejismos en el desierto son mucho más llevaderos que los que crea la desesperación. Buscar agua, desplazarse sobre las raquetas de arena como un esquimal cansado, por ejemplo, puede ser mucho menos duro que tener que buscar esa misma agua en un grifo custodiado por un otro. El mantra de un cuidador de torres de alta tensión entregado a las dunas es, de cierta manera, una réplica testaruda de los pasajes del pueblo de Jiménez y Suárez, lugar en donde uno mira cómo el otro se emborracha de miedo y proyectos. La arena en esas dunas es puerta de entrada y de salida, tal y como la oscuridad que se cierne sobre las casas, en la noche, de no cumplirse lo que llevaba sucediendo durante décadas, siglos acaso. Cuando la ciencia suspende sus cimientos de golpe se explora una conciencia desnuda, atada a supersticiones, movida por el miedo.

Cualquier escrito que le quite un respaldo al lector, que juegue un rato con la administración de recursos, nos plantea quizás una nueva forma de terror. Ya no es un dios amorfo del espacio exterior, zombis, las obsesiones enfermas de algún hombre de ciencia o una tumba profanada. Lo ominoso en el siglo XXVII comenzaría a dar sus primeros síntomas, tics nerviosos diríamos, a finales del XX: cuando el microondas simplemente cesa en sus funciones, la luz naranja de la calle estalla para no volver, y en la oscuridad, barrio por barrio, un murmullo se extiende y se hace necesario tomar algo por el mango, abrir la puerta, salir a mirarse las caras por primera vez. Los vecinos son ese desierto. El pasaje es esa carretera vacía, la pesadilla de cualquier vigía cumpliendo su deber. La gran diferencia radica, por supuesto, en el triunfo o no de la familia. Por eso Acerca de Suárez no fue un guión interpretado por Nicolas Cage. Es una novela escrita con la invisibilidad de un maestro. Posee una sensatez en el relato que nos excede como especie. Es un texto que podría mandarse en un disco dorado al vacío del universo. Eso habla, en verdad, bien de Ovando pero mal de todos nosotros. La familia importa cuando el agua no importa. Pregúntenle si no a la madre que le robó el último pedazo de pan a su hijo, en el ghetto de Varsovia, el año 1944. Tenía hambre. Lo masticó lento, luchando contra la angustia que le cerraba la garganta. Esperó a que amaneciera para despedirse del cadáver de su hijo, azul ya, y salió a enfrentar la muerte. Aunque sobrevivió nunca sobrellevó esa noche. No solo no volvió a comer pan, sino que de cierta manera no abandonó a su hijo. Gran parte del siglo pasado se trató de enfrentarnos a eso, la adversidad superada por un valor supremo: la familia. Asteroides, marcianos, plagas, ángeles, oleadas de invasores que son excusas, telones de fondo de dramas familiares. Creo que series como Rick y Morty vienen a reírse de lo mismo. De cierta manera me parece enfermo que encontremos redención en esas películas. Qué redención podríamos encontrar en la reunión, el abrazo recuperado, de padres e hijos, ante un paisaje apocalíptico.

El trabajo de Hollywood estuvo bien hecho.

Estuve en Polonia recorriendo los campos de concentración y exterminio, como un turista más, y ahí me hizo clic este asunto. No existen hechos puros, sino hasta cierto punto. Existen sí testigos, muchos testigos. Gente en general trastornada o con intereses opacos. Acerca de Suárez tiene esa opacidad que solo es clara cuando se instala una distancia. Es un entramado de impresiones, algo así como una partida de truco en donde lo apostado es, a su vez, una caja misteriosa. Es un texto que pareciera estar escrito en los cielos de ese desierto que nos muestra, texto tatuado en los hombros de esos peregrinos, como una maldición dulce. Es un notable recordatorio que en estas tierras pecamos, como diría el androide de la nave Nostromo, de mamíferos.

Captura de pantalla 2016-07-04 a las 2.09.29 p.m.

Acerca de Suárez
Francisco Ovando
Pez Espiral, 2016
64 p. — Ref. $7.000

Pobres mamíferos

Sobre el autor:

Bruno Lloret es autor de Nancy, novela publicada por editorial Cuneta.

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