Fiebre del sábado por la noche

por · Julio de 2016

No recuerdo si fue antes, durante o después de la cena, mientras nos tomábamos los bajativos, cuando él me sugirió que fuéramos a una fiesta gay.

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Supongo que, como todo el mundo, muestro rasgos de personalidad de los que soy absolutamente inconsciente. Uno de ellos es mi cercanía con la gente joven, lo que en rigor no es un aspecto de mi carácter, sino más bien una disposición del temperamento, una tendencia, una forma de relacionarme. Cuando he tratado de explicármelo, fracaso de modo rotundo. Siempre que me he atrevido a preguntarle a quien me inspire confianza por qué me ocurre esto, las respuestas suelen ser insatisfactorias o me dejan más intrigado de lo que ya estaba.

El hecho es que la semana pasada comí con un amigo del que me separan varias décadas. No recuerdo si fue antes, durante o después de la cena, mientras nos tomábamos los bajativos, cuando él me sugirió que fuéramos a una fiesta gay. Más que una velada, según farfulló en forma harto confusa, se trataba de un evento que tendría lugar en el Centro Cultural Alameda, donde hace tiempo se emplazaba el cine arte Normandie: se darían dos cortometrajes, habría música, baile y diversión garantizada. En principio, rechacé la idea de plano. Es evidente que no tengo mucho sentido del ridículo; así y todo, poseo conciencia de mi edad y, por qué no decirlo, me da miedo que me vean en ciertos sitios, en especial si son antros de perdición. Claro que sé que todo esto, en el año 2016, es absurdo: las cosas han cambiado radicalmente, somos bastante más avanzados que ayer, nadie se fija en lo que hace el vecino. Pero chileno al fin y al cabo, conservo todavía una dosis de hipocresía y, lo que es peor, sin vivir obsesionado por lo que los demás piensan de mí, me preocupa la impresión que yo pueda dar.

Por eso mismo, es decir, por mantener la buena imagen que tengo con mi amigo, quien, dicho sea de paso, no es gay, decidí ir con él a ese establecimiento en el cual durante el día se pasan películas y, a juzgar por lo que se rumorea, durante la noche suceden cosas atrevidas. Uno de los encargados de vender entradas, mejor dicho de estampar en la muñeca un timbre que permite el acceso, me reconoció y gracias a él entramos gratis. Bueno, ingresamos luego de ser sometidos a un severo registro corporal por parte de dos fornidos guardias que examinaban sin piedad a cualquiera que quería participar en el jolgorio.

Una vez adentro, noté que al principio no había demasiadas personas, aunque el patio techado se iba llenando cada vez más. Y de inmediato me di cuenta de la asombrosa variedad de personajes que circulaban por la gran sala, para, poco después, bailar, por su cuenta o acompañados. También me dio la sensación de que la mayoría eran heterosexuales, aun cuando no puedo estar seguro. Desde luego, había gays en cantidades industriales y de todos los tipos: barbudos, peludos, pelados, tatuados, pequeños, espigados, guapos, feúchos, junto a lesbianas encantadoras que saludaban de beso a todo el mundo. Un par de gordos, divinos e inmensamente obesos y velludos, hacían de las suyas en el escenario o en el puente elevado que, a modo de pasarela, cruza el local. Sin embargo, los que más llamaban la atención eran los transexuales, de belleza y físico espectaculares: tacos monumentales, maquillaje devastador, curvas pronunciadas, pelucas afro o lisas enormes, que los hacían verse altísimos, casi gigantes. Muy conocedores de su atractivo, se desplazaban majestuosamente por el piso y pechaban cigarrillos a diestra y siniestra.

En realidad, a los pocos minutos me sentí más cómodo y relajado de lo que pocas veces he estado ahora último. En esta ocasión, no me pregunté, como suelo hacerlo, a qué se debía esto. A pesar del ruido indescriptible de la música, grabada y en vivo –cabe destacar que Tomasa del Real era la estrella-, a pesar de la mescolanza, a pesar de que el número de personas aumentaba ostensiblemente, el ambiente general era gratísimo, amistoso, abierto, generoso. Por supuesto, me encontré con numerosos conocidos y conocidas que a gritos me contaban que habían publicado o iban a publicar tal o cual libro, que estaban desarrollando una tesis sobre tal o cual materia, que habían empezado a trabajar en un medio donde les pagaban una miseria, que estaban por viajar a Turquía, Indonesia o Bielorrusia. Estoy seguro, segurísimo de que ninguno de los que se me acercó tuvo siquiera un mínimo de curiosidad al verme allí. Para qué estamos con cuentos: soy bastante mayor, me visto de manera convencional y hago esfuerzos por ser lo menos llamativo posible. Así y todo, en medio de esta fiebre del sábado por la noche nada de eso tenía la más mínima importancia: formaba parte del montón y, sobre todo, era muy, muy bienvenido.

Inevitablemente, por más multitudinario que fuese el encuentro, se tienden a producir grupos y tanto yo como mi amigo tuvimos prácticamente todo el tiempo a nuestro lado a dos chicos, uno de frentón estrafalario y el otro común y corriente. El primero es mago y nos abrumó con trucos, juegos, disfraces e historias sobre su paso por distintos países del mundo haciendo sus gracias. Eran tantas y tan misceláneas que, de más está decirlo, provenían de un mitómano, claro que un mitómano canchero y agradable. El segundo fue quien nos dejó pasar sin pagar, funge como sociólogo y en alguna oportunidad coincidí con él en ARCIS, donde estudió y donde yo hice clases hace unos cuantos años. Me relató un episodio de su vida que no logré entender debido al estrépito, aun cuando habría tenido que ver con la imposibilidad de conseguir un buen trabajo y hacerlo compatible con el amor. Además, al lado de nosotros había una dama longeva, una abuela que cumplía labores de tipo administrativo y que no paraba de alegar; con todo, nunca conseguimos adivinar en qué consistían sus quejas. La señora, de anteojos, zapatones, blusa y pantalones oscuros, cubiertos por un delantal, iba y venía en medio del bullicio y pese a su talante refunfuñón, con seguridad estaba contenta en ese medio, ya que departía feliz de la vida con varios travestis. Esto lo estoy recordando, así que a lo mejor es un invento a partir de palabras o frases sueltas.

Varias veces salimos a fumar y surgían discusiones acerca del movimiento estudiantil, la legalización de las drogas, las reivindicaciones indígenas y de un cuanto hay. En cientos de metros a la redonda, no se divisaba un carabinero, nadie amenazador, nada que indicara represión. En realidad, uno podía hacer lo que quería, tanto dentro como fuera del recinto. Aun así, ¿qué es hacer lo que uno quiere si lo único que quiere es pasarlo bien? Y vaya que lo pasamos bien sin molestar al prójimo.

La vereda en la que nos poníamos a aspirar humo presentaba, a primera vista, un aspecto desolador: incontables envases de cerveza, cajas vacías, miles de puchos, restos de objetos indescriptibles. Me pregunté si, viendo semejante basural, yo habría ingresado a esta fiesta. Y me respondí inmediatamente que no, de ninguna manera. Para variar, estaba equivocado y se trataba de una impresión pasajera. Porque cada cierto tiempo llegaba personal que limpiaba y barría la entrada y los alrededores de la entrada del Centro Cultural Alameda. Así, el aseo exterior coincidía con el interior, me refiero específicamente a los baños, impecables, bueno, por lo menos hasta la última vez que fui a hacer mis necesidades.

¿Por qué tanta, tantísima juventud copa las calles de Santiago, en especial las del sector de la Plaza Italia? En mi opinión, existe un motivo fundamental: todos o casi todos los que allí acuden viven en casas mínimas, sin que quepa imaginar la probabilidad de que puedan contar con un par de metros cuadrados a su disposición. Entonces, tienen que salir, no les queda otra que salir. Y si les alcanza el dinero para pagarse una función como esta –que no es poco- pues lo gastan alegremente. De lo contrario, se dedican a vagar, patear piedras, tratar de matar el tiempo como venga. De ahí a que sean delincuentes, sospechosos de haber incurrido en faltas o matones, hay una distancia sideral. Porque sin ninguna duda la mayor parte de ellos son básicamente gentiles, considerados, respetuosos y sí, por cierto que tribales y con distintivos temibles, pero esos y otros signos son apenas un modo de afirmar su inquieto y vulnerable espíritu.

Parece ocioso decir que Santiago está lejos de ser Berlín, Londres o Barcelona. Aun así, pensé mientras me traían de vuelta a casa, en una de esas para allá vamos.

Fiebre del sábado por la noche

Sobre el autor:

Camilo Marks es novelista y crítico literario. Como reseñista, ha colaborado, desde 1988 hasta el presente, en diversos medios escritos. Es autor, entre otros libros, de La crítica: el género de los géneros y La dictadura del proletariado.

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