El destello plateado de un montón de merluzas fue el anuncio de la catástrofe

por · Abril de 2017

El siguiente texto es parte de Ruinalidad, un proyecto de crónica y fotografía que contó el apoyo de la Dirección General Estudiantil de la Universidad Católica del Maule.

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El siguiente texto es parte de Ruinalidad, un proyecto de crónica y fotografía, en este caso de Guillermo Calderón, que contó el apoyo de la Dirección General Estudiantil de la Universidad Católica del Maule.


Las merluzas sabían, la reineta avisó, me cuenta Luis Leal, pescador. Luis vive en el puerto de Constitución y trabaja desde los doce años en el mar. Cuando el terremoto de 2010 torció la columna vertebral del territorio, él se encontraba pescado junto a un amigo en un extremo del puerto. En la noche la mar, estaba rara la mar, dice con voz queda sin despegar la mirada de la costa. Estamos en su casa, detrás de las bodegas que inicialmente fueron pensadas para recibir celulosa y finalmente terminaron albergando pescados. La historia de este puerto, que fue inaugurado a principios de los 70, es un poco la historia del Maule: un proyecto a medias, pasado por el cedazo del error, el azar y la planificación apresurada. Pensado inicialmente para recibir y exportar la producción de la planta Celulosa Arauco, hoy alberga al sindicato de pescadores de la zona. La costa chilena en general –leo en un artículo de Sebastián Jordana– tiene características poco aptas para la formación de estuarios naturales debido al escaso tamaño de las planicies costeras y a la forma recta de la línea costera. Puede que el que haya pensado el puerto como un lugar de grandes embarcaciones haya sido un pobre, triste y algo ambicioso de esos que abunda en estas tierras quietas.

Pero sigamos con lo otro.

Estaba quieta la mar esa noche, pero nadie jamás pensó en la posibilidad de algo tan grande. A las tres de la mañana, Luis y un amigo suyo parten a tirar mallas. La merluza avisó. Esto no lo dice sólo Luis: días atrás, caminando por el puerto y conversando con otros pescadores, la imagen se repite e intento imaginarla: el verde lomo de una ola lanzando destellos plateados, inexplicables cardúmenes moviéndose alrededor del puerto y el júbilo de los que esa tarde tiraron anzuelo y red.

Avisó la merluza. Está saltando mucho pescado, se viene una ruina.

Entonces vino el traqueteo. Como una serpiente se movió el puerto. Luis y su amigo intentan subir las mallas repletas de merluzas. La tierra –la tierra que bajo la mar de pronto se inquieta, despierta de un largo sueño, se rasca la espalda– da coletazos, se cimbra como una bestia con lordosis. Sueltan las mallas, así no se puede. Se salvan las merluzas. La tierra no para y Luis reza. Si el puerto se cae, estamos jodidos. O nadamos o nos morimos. La luna brilla perturbadoramente quieta en su punto. No para la tierra, la merluza avisó, la mar estaba quieta ese día, pero nadie imaginó. Los botes chocan haciendo un estruendo. Si el puerto se cae, jodimos. Luis reza. Su amigo se tropieza. Corren. Una serpiente el puerto, dice él, dicen otros. El destello plateado de un montón de reinetas fue el anuncio de la catástrofe. Le pedí a Dios que terminara.

Y terminó.



Luis Leal y su amigo avanzan entre un montón de botes caídos de los puntales hacia la salida del puerto. Hacía un sonido raro la mar. Yo les dije que había que irse a la gente, que se iba a salir la mar. Había gente en carpas, uno que otro pescador, gente que tenía locales. No quedó nadie. Dejaron autos, carpas, mochilas. Querían salvarse. Yo quería ver el tsunami, quería saber cómo era un tsunami, pero arranqué también, cien metros cerro arriba me enramé. Llegó la mar, se escuchaba arrasando galpones, era un sonido como de explosiones, un estruendo de guerra. Abajo quedaron unos perritos, unos gatitos, se murieron. Venía de Pichilemu la mar, avanzando de norte a sur. Se escuchaba la sonajera en el pueblo, llevándose cabañas, restaurantes, botando las viejas casas del casco antiguo de la ciudad. En la Isla Orrego había un montón de gente que quiso agarrar puesto para la celebración de la Noche Veneciana. Fueron pocos los que se salvaron. A un pescador que se puso a pasar gente de la isla lo pilló la mar y lo mató. Fueron tres olas, tres olas fueron. Las dos primeras le venían haciendo la cama a la grande, que llegó a las seis de la mañana. Más encima no amanecía nunca.
La luna estaba roja, como que se empañó el cielo

Fue larga esa mañana, larga. No quería salir el sol. Todo estaba callado, como quieto. Yo creo que la tierra se abrió, el mar entró en esa grieta y cuando la grieta se cerró, se formaron las olas. Eso pienso yo. Cuando bajamos no quedaba nada. La mar se llevó mi casa, tiró lejos una de las lozas del puerto, que por suerte aguantó el terremoto. ¿Ve estos galpones que están acá? La mar los hizo pedazos, estaban todos los fierros doblados, como un chicle. Ese que está ahí antes llegaba más lejos, era grande, pero el tsunami se llevó todo. Yo tenía un local con mi señora acá a la entrada del puerto y ya no había nada. Arrastró algunas lanchas también. Con los días fueron saliendo pedazos de madera, autos, lanchas. Algunos muertos también devolvió la mar. El muelle se hundió un poco, la Piedra de la Iglesia como que se tumbó un poco hacia la izquierda, no sé, yo la vi un poco movida. Cosas que se imagina uno.

Después de eso no pudimos trabajar acá en el muelle por harto tiempo, así que empezamos a salir allá en el río. Nosotros pensamos que después del tsunami nos íbamos a quedar sin pescados, pero parece que el terremoto trajo más. Estaba lleno de pescados. Pensamos que íbamos a tener que salir mar a dentro, unas quince millas mar adentro, nunca fue: la pescada estaba aquí, de la punta del muelle, toda la pescada para abajo, en doce brazas como le llamamos nosotros. Salíamos del río y con miedo nosotros, porque había réplicas a cada rato. El capitán de puerto nos dijo un día que en caso de que nos pillara un terremoto en la mar, no nos acercáramos a la orilla, que nos fuéramos mar adentro porque ahí no pasaba nada. Que no se nos ocurriera volver a la orilla.

Fue una cosa que uno nunca imaginó, dice Luis.

«Como una tigresa salvaje que lanzándose en la jungla se tira sobre sus propios cachorros, así el mar se precipita incluso a las poderosísimas ballenas contra las rocas y las deja contra los destrozados naufragios de los barcos». La cita es de Melville, pero cuando Luis Leal habla del mar lo hace en los mismos términos: la mar se paga –me dice– con la vida de un pescador. Mientras conversamos en la cabaña que tuvo que volver a construir, la playa es azotada mansamente. En la punta del muelle las gaviotas planean contra el viento, luciendo estáticas, como colgadas de algún hilo invisible.

¿Sabe qué? Ahora sabemos que la merluza avisó. Saltaba la merluza ese día y parecía que la mar estaba hirviendo. Eso nos va a quedar como aprendizaje cuando venga otro tsunami. Aunque puede que yo me muera y no vuelva a ver algo como eso.

Puede que sea un aprendizaje inútil. Pero ya sabemos.

Hay que tenerle respeto a la mar.


El destello plateado de un montón de merluzas fue el anuncio de la catástrofe

Sobre el autor:

Jonnathan Opazo Hernández (@ensayo_error) es autor de Junkopia y mantiene el blog lacitadeunacita.

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