Nunca en la vida tuve un amor igual

por · Enero de 2017

La última vez de Jorge González, fueron minutos tan dolorosos como bellos, de asumir la vida con sus imperfecciones e injusticias y entender que, otra vez, él tenía razón, que de verdad nada es para siempre. Pero que también estamos muy lejos de quedarnos con las manos vacías.

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No vine acá a picarme a crítica musical, porque en realidad no lo soy. Yo solo escribo como una fanática más, entre tantos y tantos enamorados que tiene Jorge González repartidos por Chile y el mundo entero, que el sábado despedimos a nuestro ídolo en la cancha del Nacional.

Justamente en ese espacio —que marcó emotivos momentos para la historia musical del sanmiguelino y Los Prisioneros— mastiqué su adiós con el corazón magullado, con esa sensación conocida entre futboleros/as de haber tenido la fortuna de ver en su esplendor al más brillante del equipo gambeteando y haciendo goles y ahora, estar obligada a asumir la desgracia de su ausencia definitiva en el espectáculo. Asumir que en muchos años no habrá otro igual luciendo su talento de barrio, tapando las bocas de aquellos que, al igual que como ocurre con los cracks del medio, envidiaron su viveza y osaron menospreciar su trabajo. No volveremos a aplaudir o corear su nombre a estadio lleno, no en su presencia.

Hoy son muchas las historias que relatan, de distintos modos, cómo nació ese amor por uno de los más grandes compositores chilenos y sobra belleza en cada una de ellas. Me gusta rescatarlas porque es parte de lo que he aprendido de aquella pasión profunda por la música que nos permitió experimentar Jorge González, como artista pero también como fanático de ella: la importancia de esos relatos.

Aunque no tengo el recuerdo exacto de la primera vez que lo oí, mi papá tenía unos 25 años y esas, las canciones de su adolescencia, retumbaban en el patio los fines de semana. Esas letras que no solo inspiraron rebeldía y explicaciones cuando estas no abundaban, sino que además ofrecieron los ritmos y pegajosos coros que lo hicieron bailar a él y a cuántas y cuántos más en carretes sofocados y clandestinos. Momentos imborrables para una generación a la cual le arrebataron su derecho a la juventud, forzándolos como al resto de Chile a un silencio insoportable, donde reinaba la alegría más triste y falsa. En esa dimensión es donde radica su hazaña en los 80, que se transformó en una expresión cultural del coraje reprimido del pueblo y fue encarnada por el que entonces era un cabro más del Liceo N°6 de San Miguel.

Sí recuerdo claramente las primeras veces que las canciones de Los Prisioneros me pusieron a pensar en términos políticos. Tenía apenas unos 11 años y las letras del Pateando piedras no podían dejarme indiferente. Aún no lograba entender a cabalidad la decepción del himno “El baile de los que sobran”, pero también había escuchado esos consejos de los que hablaba Jorge, con los ojos en el profesor, mientras formábamos fila bajo el sol en el patio. Hasta entonces, nunca una canción me había explicado más claramente mi mundo y eso siguió ocurriendo con el resto de sus composiciones durante mi adolescencia. Por esas consignas tan honestas, representativas y convocantes —más que desafiantes, como siempre las han pintado— fue que lo amé primero y luego vino su carrera como solista.

Valiente e innovador como él solo, Jorge acumula en su currículum musical una diversidad de ritmos y propuestas que a muchos les costó entender. Otros y otras nos adaptamos rápido en el camino y tempranito nos quedamos babeando con ese maravilloso disco con el que debutó en solitario (Jorge González, 1993), o con verdaderas joyas como Gonzalo Martínez y sus congas pensantes (1997) o con las preciosas “Te amo” y “Eres mi hogar” del criticado disco Manzana (2004), en su segundo tiempo con Los Prisioneros. Canciones que también hablaron de su capacidad de representarnos en el crudo desamor o describiendo la pasión más profunda, en el hastío de la vida o el deseo de renacer, reflejado con intensidad en un disco como Libro (2014). Él se convirtió en un vocero implacable para mí, en cada una de sus facetas.

Una última vez

Después de esa maravillosa presentación en El Abrazo (Parque O’Higgins, 2010), donde Jorge González fue teloneado por el bueno de Charly García, viví los años de coqueteo del sanmiguelino con su odiado y amado país de origen en plenitud. Fui a cuanta tocata pude a escucharlo tocar el disco que se le antojara, porque, la verdad sea dicha, en todo momento fue un placer. Incluso esa vez que tuvimos que esperar horas para verlo en su última presentación en el ya muy latero Festival de Viña, en febrero de 2013. Esa noche se lució y nos hizo saltar y cantar a todos/as pasadas las dos de la mañana.

Cuando supimos del ACV, habían pasado apenas dos meses desde el último show que presencié en Club Chocolate. Nunca pensé que esa sería la última vez que lo vería saltando y gritando vamos abarri al ritmo de “Nunca quedas mal con nadie”. Un peso enorme cayó sobre mis hombros al imaginar este Chile a ratos intolerable aún más feo sin la querida presencia de Jorge González, me sentí incapaz de soportar la pena. La dura que sí. Odié la vida, y todavía la odio, por ser tan culiá. También odié el hecho de vivir en un país donde la lástima colectiva tras su accidente, disfrazada de compasión, se disponía a convertirlo en una víctima, especialmente después de ese incómodo momento en la última Teletón.

Porque con Jorge González no hay que caer en pequeñeces. Su estado de salud es frágil y, además de ser una preocupación constante para su familia, es una herida abierta para quienes lo seguiremos toda la vida. Es difícil ver a uno de tus héroes con el cuerpo lastimado, saber que las secuelas de su enfermedad impiden que haga una de las cosas que más amó hacer, que se le haya puesto fin abrupto a una carrera que parecía no tener límites y que todavía no mostraba el menor atisbo de escasez creativa. Pero me resultó fácil respetar de corazón su decisión de despedirse de los escenarios, porque a los y las fanáticas no nos debe nada, ni una sola tocata más, y ya estamos más que pagados con décadas de trayectoria y prolífica obra.

Mi decisión de ir a apañarlo en su adiós en la Cumbre del Rock tuvo que ver con eso, fui con la expectativa y compromiso que se tiene hacia un ser amado en cualquier situación, ni más ni menos. Y en los días posteriores, dicha presentación ha sido puesta en duda por diversas razones, algunas que con las que coincido y otras con las que no. Por ejemplo, me interpretan los cuestionamientos hacia la burda organización del evento, la irrupción oportunista de animador y ministro, y también quienes interpelan a su entorno por permitir que el evento fuera transmitido por Mega vía streaming, cuando quizás el músico habría optado por algo más íntimo.

De todos modos, me parece necesario recordar que Jorge se enfermó del cuerpo, no de la cabeza. Y vimos esa lucidez que ha mostrado toda su vida golpear de lleno la cara del ministro Ottone, que recibió su indiferencia y frialdad tras la poco atinada y egoísta interrupción del show. La misma actitud tuvo con el animador Jean Philippe Cretton ante sus pomposos halagos y dramatización del momento de la entrega del premio a Álvaro Henríquez. Instancias que vienen a dejar en evidencia el caudal de egos y patudez que se desata en torno al músico, pero también que su enfermedad no lo ha despojado de su sano talento para dejarlos en ridículo.

Obviando el hecho de que cada uno, desde su subjetividad, debe haber vivido aquella instancia de una manera distinta, me niego a aceptar que no fue emotivo. La valentía de Jorge de subir al escenario ante una anunciada última vez con el objetivo de, pese a sus complicaciones y ante un evidente esfuerzo físico, concretar un setlist variado —que comenzó revisando las últimas producciones, para luego alimentar el corazón del público con un recorrido por los ya aplaudidos momentos de su carrera como solista y algunos temas de Los Prisioneros— logró ponernos a cantar y a ratos olvidar la instancia trágica de su despedida para sumergirnos en la emoción. Fueron minutos tan dolorosos como bellos, de asumir la vida con sus imperfecciones e injusticias y entender que, otra vez, él tenía razón, que de verdad nada es para siempre. Pero que también estamos muy lejos de quedarnos con las manos vacías.

Al ritmo de “Amiga mía”, que interpretó con especial cariño o “El baile de los que sobran”, que el Estadio Nacional coreó al borde del llanto, el carita de toga nos regaloneó por última vez. A mí tantas sensaciones me cortaban la voz al cantar, una gratitud profunda invadió mi cabeza y mi corazón y sentí que era la oportunidad para disfrutar como en los viejos tiempos, bajo una pretensión algo ingenua de retribuirle un poquito de lo tanto y tanto que me entregó.

Pero jamás me golpeó el rechazo a despedirlo en sus condiciones ni esa lástima con tufillo teletonesco que he olfateado en algunos comentarios post concierto. En ningún caso. Y esto no quita el hecho de que hubiese preferido que la instancia fuera de otro modo. ¿Por qué sería una aberración que un tipo valiente como él ofreciera unas canciones de despedida ante 35 mil personas, después de su ACV? Me niego a pensar que pudieron doblegar su voluntad para forzar una instancia así de exigente e importante para él, desconfiar ciegamente de su intención es faltarle un poco el respeto. Porque tampoco ha dejado de ser Jorge González. A la vez, percibo cierta idealización respecto de cómo debería ser la despedida de un músico a su altura, que en este caso, más que preocupación sobre la integridad del artista, parece estar inspirada por un rechazo casi traumático a la imagen del ídolo con las alas rotas.

Antes del concierto decidí que, si él dijo upa, yo chalupa. Y en esa última presentación —que quizás no sea la última de su vida, pero sí marca una ruptura importante en cuanto a la posibilidad de convocatorias masivas— hubo algo que no cambió: sentí la misma entrega y pasión que le puso a todo siempre. Vi el mismo compromiso de honestidad visceral que me enamoró de su arte y que lo llevó a despedirse masivamente, sin ocultar las huellas de un infortunio maldito solo para mantener un estatus innecesario asociado a la estrella musical enorme que es, esa superioridad jerárquica que le asignamos con los años y que a él nunca le ha acomodado.

Percibí que, mientras miraba al público cantando por última vez sus composiciones en el Estadio Nacional, sonrió con la satisfacción de una pega hecha. Y muy bien hecha. Y los que estuvimos, agradecimos de vuelta su pasión y existencia, al igual que los/as que por distintas razones no pudieron estar, pero acompañaron cada paso del sanmiguelino y lo defendieron de cuanto detractor tuvo en esos años de chaqueteo infructuoso de los medios, los mismos que después no tuvieron más remedio que callarse y aplaudir de forma oportunista.

La del sábado fue una instancia para dejar ir, como si de la despedida de un gran amor se tratara. Su forma, que solo podemos cuestionar hasta cierto punto, de cerrar un ciclo y decirnos que hasta acá no más llegamos. Ahora toca aprender a vivir sin esa ilusión adolescente que despertaba en muchos/as la espera por verlo otra vez y pensarlo me hace suspirar con el corazón medio roto. Al parecer se va a sentir así un largo rato, como una de esas penas malditas a las que solo alivia el tiempo.

Pero con Jorge González nunca se sabe, y aunque reconozco que ya me hace fantasear la idea de ver desarrollada su misteriosa relación con las letras más allá de una autobiografía, mucho más que eso, quiero que sea feliz. No espero más que, en adelante, haga lo que se le venga en gana, lejos de los halagos pomposos que gente como una no puede reprimir ante un artista de su talla, de las selfies, del oportunismo y el peso de ser quien es. Que viva su vida en paz, dedicando su tiempo a lo que mejor le apetezca. Porque puede, porque se convirtió en una de nuestras leyendas, porque todo lo que ya hizo valió la pena. Porque, al menos a mí, nunca me sobró ni faltó nada.

Porque solo estoy más agradecida que la chucha.

Nunca en la vida tuve un amor igual

Sobre el autor:

Vanessa Vargas Rojas (@pianitou) es periodista.

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