La feria de las vanidades

por · Noviembre de 2016

La FILSA ha pasado a ser una especie de carnaval con tantas actividades simultáneas y tantos encuentros disímiles, que ya resulta difícil definir de qué diablos se trata.

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El pasado sábado 22 de octubre en la tarde asistí a una actividad en la Feria Internacional del Libro de Santiago —FILSA— que prometía ser muy interesante. Se trataba de un diálogo entre un importante escritor mexicano y un destacado narrador chileno, moderado por una talentosa periodista literaria nacional. Llegué con anticipación y ya al entrar, el panorama general era tan deprimente, tan desorganizado, tan caótico, que si no hubiera sido porque me había comprometido a acudir, habría tomado el metro de regreso a mi casa. Hace tiempo que en lugar de cumplir con su objetivo principal, o sea, dar a conocer títulos y autores, promover intercambios entre estos últimos y el público o generar interés por la lectura, la FILSA se ha transformado en algo que no guarda relación alguna con esos cometidos. En verdad, la FILSA ha pasado a ser una especie de carnaval con tantas actividades simultáneas y tantos encuentros disímiles, que ya resulta difícil definir de qué diablos se trata. Desde el mismo momento en que uno hace su entrada, se tropieza con una cantidad alarmante de personas que se dan vueltas sin ton ni son y que no tienen la más remota noción acerca de lo que pasa allí. Así que es inútil preguntar, porque nadie sabe contestar nada, resulta ocioso tratar de averiguar algo, porque es imposible obtener cualquier tipo de ayuda e intentar saber siquiera dónde están los baños puede ser una tarea cuesta arriba. De modo que consultar sobre cualquier cosa relacionada con la literatura es como hallarse en un país donde se habla un idioma completamente distinto al nuestro, completamente ininteligible.

Sé, por supuesto, que así como el grueso del personal que trabaja en el Ministerio de Agricultura nada sabe acerca de cultivos, es comprensible que los que se desempeñan por un breve período en la FILSA no tengan por qué entender todo lo que sucede al interior de ella. Pero esto es válido solo hasta cierto punto.

Por suerte, al poco rato de hacer mi ingreso, me junté con familiares de una de las personas que tomaban parte en el encuentro al que concurrí, lo que enseguida disipó el desagrado del que fui presa. Subimos a la sala en la que tendría lugar la conversación y nos sentamos en las primeras filas. De inmediato, volvió mi malhumor. El técnico a cargo de la parte relativa a micrófonos, cables e instalaciones electrónicas era un muchacho que, por decirlo de una manera suave, lucía harto desaliñado (no pretendo que todos los ayudantes vistan de Armani, aunque un poco de cuidado en la presentación personal nunca está de más). Y mientras llegaban los participantes, estaba escuchando, a todo volumen, un concierto de rock pesado. Le pedí, en forma perentoria, que apagara la música y lo único que hizo fue bajar el volumen. Durante el desarrollo del conversatorio, abrió su computador portátil y se enfrascó en una película que evidentemente lo fascinaba, pues se veía ajeno a todo lo que ocurría al lado suyo. Tampoco doy por sentado que debía interesarse en los temas que se ventilaban; sin embargo, me parece imprescindible un mínimo de compostura. Finalmente, cuando llegó el turno del público, el chico se enredó en los cordones, confundió a quienes querían hablar con quienes optaban por escuchar, desconectó varias veces los aparatos, en suma, estaba a las claras que no tenía la más mínima idea de lo que estaba haciendo allí. No me gusta generalizar, por lo que prefiero creer que este desaguisado fue excepcional. Así y todo, tengo serias dudas al respecto.

A la salida, nos dirigimos a la cafetería, que estaba prácticamente vacía. Pese a ello, demoraron unos veinte minutos en acercarse a nuestra mesa. Luego tuvimos que esperar otro tanto para que nos sirvieran un café deplorable, unas bebidas calientes y unos trozos de torta y kuchen añejos, duros, grasientos, en síntesis, incomibles. Cuando quisimos pagar, tuvimos que hacer cola cerca de media hora, cancelando precios astronómicos y juro que no exagero.

Personalmente nunca me han entusiasmado las ferias de libros, los concursos literarios, los premios y otros asuntos afines, sobre los cuales soy muy escéptico. Por más que el presentismo de la civilización actual los considere acontecimientos inmemoriales, son fenómenos sumamente recientes. Desde la Ilustración hasta bien entrado el siglo XIX, cuando se masificó la adquisición de libros, nadie había oído jamás hablar de ellos (y para qué mencionar al Renacimiento o la Antigüedad). Por supuesto que en estos y otros casos parecidos estamos ante estrategias de mercado, maniobras para el consumo, manipulación de las personas, culto paroxístico de la celebridad, tácticas de venta y una serie de métodos sistemáticos dirigidos principalmente a hacer negocios, sin que nada de lo anterior tenga que ver con la difusión de la lectura, el libro, la cultura, la literatura. Aun así, puesto que las ferias del libro existen y que además podrían poseer efectos benéficos, hay que hablar de ellas.

Por consiguiente, se supone que la FILSA, que sería la tercera de magnitud en América Latina después de las de Guadalajara y Buenos Aires, debería, por lo menos, estar bien organizada, ser acogedora, constituir un espacio amable y, sobre todo, ofrecer novedades, ejemplares a costos razonables y, huelga decirlo, producir eventos referidos a lo que su propio nombre indica, vale decir, libros.

Ya dije lo que me parecía la organización y la recepción de los visitantes; en cuanto al aspecto, digamos, físico del recinto, pienso que no vale la pena extenderse, porque la promiscuidad, la estrechez, la incomodidad en que se sume la estación Mapocho cada año en que se celebra la FILSA están tan a la vista, que es innecesario entrar en detalles.

En cuanto a los precios de los libros, sin contar con el absurdo de que haya que pagar para ir, ya se ha hablado hasta la saciedad, de manera que tampoco me explayaré. Claro que durante los últimos o en el último día, a última hora, suele haber liquidaciones muy convenientes, si bien hay que estar muy enterado para saberlo. En otras palabras, casi siempre sale mucho más caro comprar un volumen en la FILSA que hacerlo en una librería.

¿Y qué pasa con la oferta? Decir que es mala es decir la nada misma, puesto que la FILSA constituye una repetición robótica de los mismos textos que se hallan en todas partes, con la salvedad de que suele ser más aconsejable acudir a San Diego o a unas pocas tiendas serias especializadas en el rubro, que buscar gangas en la FILSA. En realidad, precisamente son esas cosas llamadas gangas las que jamás de los jamases se hallarán en este festival de puestos que exhiben obras que van de lo peregrino a lo recóndito, de lo incognoscible a lo extravagante.

Como sea, tengo que declarar que siento respeto por toda clase de lectores, desde los que escogen bestsellers hasta los que rastrean una novela de Balzac (autor que jamás se verá en la FILSA), desde los que se inician en el budismo tántrico a los que quieren leer los diarios de Virginia Woolf (escritora que presumiblemente es desconocida en la Estación Mapocho). No obstante, en los últimos años hay una abrumadora presencia de tomos de autoayuda y una no menos inquietante y superpoblada exhibición de folletos, folletines y folletones vinculados con nuevas religiones, con extraterrestres, con fenómenos paranormales, con ritos arcanos, con runas, cartas astrales y materias predictivas y con tantos sucesos estrambóticos, que es como para preocuparse seriamente por el futuro de la FILSA.

El resto, claro, está conformado por recitales de folklore, de heavy metal, de rap, de percusión y de un cuanto hay. A todo esto hay que sumar las actuaciones de cómicos, de bailarines, de payadores, de payasos, de acróbatas y de toda clase de gente que tiene tanto que ver con el libro y la lectura como Laponia con Madagascar.

Por descontado, lo que sí se observa a raudales es vanidad y quizá esto sea inevitable. Mal que mal, en un sitio de exposición, si uno no va a mirar, va a mostrarse. En el fondo, nada hay de malo en ello. A todos nos gusta toparnos con famosos y a los famosos les gusta toparse con la gente. El problema es que cuando todo lo que es ajeno al libro termina predominando, la feria se transforma en una feria de vanidades.

La feria de las vanidades

Sobre el autor:

Camilo Marks es novelista y crítico literario. Como reseñista, ha colaborado, desde 1988 hasta el presente, en diversos medios escritos. Es autor, entre otros libros, de La crítica: el género de los géneros y La dictadura del proletariado.

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