«Llegar nunca es llegar»: las respuestas de un mapa triste

por · Junio de 2017

Reseña de Los niños perdidos, un ensayo en cuarenta preguntas de Valeria Luiselli.

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Hay una oración que rezan los que cruzan a Estados Unidos: La Oración del Migrante. «Partir es un poco morir/ llegar nunca es llegar definitivo». Es de las cosas que le cuentan los niños a Valeria Luiselli, mientras ella intenta que contesten un cuestionario de cuarenta preguntas, preparado por el gobierno de Estados Unidos.

No es un cuestionario cualquiera. Las respuestas a estas preguntas tienen el poder de dejarlos en el país o bien cerrarles la puerta en sus narices.

Son niños y están perdidos en un lugar que no conocen pero al que están desesperados por pertenecer. Niños que cruzaron la frontera solos, bajo gran peligro, y que, contra lo que uno podría pensar, en cuanto pisan territorio estadounidense, buscan entregarse a la justicia.

No hacerlo sería demasiado peligroso.

En ésta, su cuarta obra, la escritora mexicana Valeria Luiselli vuelve a la inteligencia y sensibilidad de su primer libro de ensayos, Papeles falsos, solo que ahora con un tono que se acerca más a la rabia y al dolor. Ya no se trata de lecturas, o paseos por hoteles y cementerios, sino de niños que le dicen que no saben dónde están sus familiares, que le confiesan la persecución a la que son sometidos por las pandillas y le muestran un papel arrugado, guardado con furia en un bolsillo, con la notificación de una denuncia a la policía de sus países y que nunca jamás fue atendida.

Porque sí, la vida de estos niños está llena de «nunca jamases». Y entonces el título del libro se vuelve feroz, al recordar a Peter Pan y su grupo de amigos. Hay un barniz infantil que apenas logra cubrir el horror de esa soledad triste y esa sentencia tremenda del Nunca Jamás. Y es que uno quisiera regalarle a estos niños un «Hasta siempre», un «Y vivieron felices». Pero Luiselli sentencia: «Las historias de los niños perdidos son la historia de una infancia perdida. Los niños perdidos son niños a quienes les quitaron el derecho a la niñez. Sus historias no tienen final».

La autora explora con astucia, con paciencia, los recovecos del problema y las ramificaciones del dolor. Ella misma una extranjera en Estados Unidos, comienza su relato contando de unas vacaciones familiares en las cuales no pudo salir del país puesto que se encontraba en trámite su green card. En uno de estos paseos en auto son detenidos por la policía para un chequeo de rigor y, al preguntarles el oficial, algo socarronamente, si andan buscando inspiración en los paisajes estadounidenses – ella y su marido ya le han contado que son escritores y le responden, nerviosos, que sí – la reflexión es la siguiente: «¿Porque cómo se explica que nunca es la inspiración lo que empuja a nadie a contar una historia, sino, más bien, una combinación de rabia y claridad? Cómo decir: No, no encontramos ninguna inspiración aquí; encontramos un país tan hermoso como roto, y dado que estamos viviendo en él, estamos igualmente un poco rotos y avergonzados, y quizás buscamos algún tipo de explicación, o de justificación, para estar aquí».

Es esa mezcla de rabia y claridad la que impregna estas páginas. La urgencia también de contar estas historias terribles. Como se indica en otro momento: «Las cifras cuentan historias de terror, pero quizá las historias de verdadero terror, las inimaginables, sean aquellas para las cuales todavía no hay números, para las cuales no existe ninguna posible rendición de cuentas, ninguna palabra jamás pronunciada ni escrita por nadie. Y, quizá, la única manera de empezar a entender estos años tan oscuros para los migrantes que cruzan las fronteras de Centroamérica, México y Estados Unidos sea registrar la mayor cantidad de historias individuales posibles. Escucharlas, una y otra vez. Escribirlas, una y otra vez. Para que no sean olvidadas, para que queden en los anales de nuestra historia compartida y en lo hondo de nuestra conciencia, y regresen, siempre, a perseguirnos en las noches, a llenarnos de espanto y de vergüenza».

Luiselli se detiene en cada paso del proceso. El historial de violencia que persigue a los niños que, desesperados, arriesgan su vida para cruzar; de qué forma son atrapados y dejados en «la hielera», un edificio a temperaturas heladísimas en la que los niños son alimentados con sandwiches congelados que ellos se niegan a comer porque es como «comer tristeza» y el proceso de entrevista y respuesta de cada una de las cuarenta preguntas que simulan querer entender su situación. Todo, claro, con el problema de la traducción de por medio. Dice Luiselli: «El proceso mediante el cual un niño es entrevistado en su primera visita a la corte se llama, en inglés, ‘screening’, y se traduciría de forma literal como ‘proyección’ – un término que me sigue pareciendo tan cínico como, quizá, en el fondo, apropiado. Proyección: el niño o la niña, un carrete con metraje; el intérprete, un aparato algo obsoleto para canalizar ese metraje; el sistema legal, una especie de pantalla en la cual se proyecta todo – una pantalla tan deslucida que lo que se proyecta en ella carece de claridad y de detalle. Todas las historias que se traducen en la corte acaban siendo generalizaciones de los relatos personales, distorsiones; toda traducción de las historias de los niños es una imagen fuera de foco».

La palabra traducir quiere decir, entre muchas cosas, trasladar, mover, guiar a otro lugar. Algo que se recuerda con impotencia al leer estas páginas. Porque las palabras se mueven, sí, mientras los niños se encuentran empantanados en el sistema. Incluso, en las mejores circunstancias, vale decir, cuando son autorizados para quedarse en Estados Unidos, muchas veces caen en vecindarios y escuelas en las que vuelven a quedar bajo el acoso de las pandillas. Comenta Luiselli: «Los más pequeños te miran con una mezcla de desconcierto y diversión si dices ‘bandas del crimen organizado’, quizá porque asocian ‘banda’ con las bandas musicales. Pero la mayoría, incluso los muy chicos, conoce las palabras ‘ganga’ o ‘pandillero’, y decirlas es como apretar el botón de una máquina que produce pesadillas».

Los niños cuentan historias mientras Luiselli relata sus propios problemas con el sistema de inmigración. Sus papeles se demoran y ella queda incapacitada legalmente para trabajar. Debe dejar sus clases en la universidad y se dedica, de voluntaria, a traducir a los niños perdidos. Se entera de abuelas que, al no lograr que sus nietas se aprendan el número de teléfono de una tía en Estados Unidos, se lo bordan a vestidos que tienen prohibido quitarse durante el cruce; de familias desmigajadas («El árbol genealógico de los que migran siempre se parte en dos mitades: los que se fueron y los que se quedaron»), de recorridos que van marcando un mapa lleno de dolor, violencia y desesperanza. Dice Luiselli: «Todos los niños llegan de lugares distintos, de vidas singulares, de experiencias únicas, pero una vez que registramos sus historias, éstas se encadenan unas a otras, y cuentan la misma historia espeluznante. Si alguien dibujara un mapa del hemisferio y trazara la historia de un niño y su ruta migratoria individual, y luego la de otro y otro niño, y luego las de decenas de otros, y después la de los cientos y miles que los preceden y vendrán después, el mapa se colapsaría en una sola línea – una grieta, una fisura, la larga cicatriz continental».

La autora lee entre líneas, entre los intersticios que van dejando las preguntas y sus respuestas. Va de una en una, las mira de frente. Así, reflexiona en un momento: «¿Quiénes eran las personas con quienes vivías? Me imagino que en la mente de muchos de los niños que emigran, el mundo es un lugar en donde no se vive en realidad con nadie». Para luego agregar: «Las respuestas de los niños varían, pero al final siempre dan cuenta de un mismo hecho: vivimos en un continente en donde está desapareciendo, o quizá desapareció ya, la noción de la comunidad».

Valeria Luiselli logra, en este libro, articular la difícil situación de la inmigración a Estados Unidos, de adultos y niños, de familias e individuos, con preguntas más grandes respecto de la solidaridad, la generosidad y lo que significa ser responsable. Un llamado – un grito, un aullido- a dejar de lado una postura «volunturista» y seguir contando y escuchando historias. O, en sus palabras: «Mientras tanto, mientras la historia no termine, lo único que se puede hacer es contarla y volverla a contar, a medida que se sigue desarrollando, bifurcando y complicando. Pero tiene que contarse, porque las historias difíciles necesitan ser narradas muchas veces, por muchas mentes, siempre con palabras diferentes y desde ángulos muy distintos. Se lo he tenido que preguntar a tanta gente: ‘¿Por qué viniste?’ A veces me lo pregunto yo también. Pero no tengo una respuesta».

Para terminar, un detalle: en la versión en inglés de este libro, el título es distinto. Se llama Tell me how it ends, o dime cómo termina, frase con la cual la hija de Luiselli enfrentaba los relatos que su madre le hacía al regresar de su trabajo.

Hay en ese título también un dolor y una urgencia: dime cómo. Dime cuándo. Pero, sobre todo: dime que termina.


«Llegar nunca es llegar»: las respuestas de un mapa triste

Sobre el autor:

María José Navia (@mjnavia) es autora de SANT (Incubarte editores, 2010) e Instrucciones para ser feliz (Sudaquia Editores, 2015). Es Doctora en Literatura y Estudios Culturales (Georgetown University), y escribe el blog Ticket de cambio.

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