MGMT: los setentas del futuro

por · Noviembre de 2014

Sobre la pasada de MGMT por Santiago y el viejo paquete de la psicodelia: oír colores y ver sonidos.

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Foto portada: Ignacio Gálvez.

Lo primero es la pantalla. Colores que se ordenan en una geometría ajena a todo lo que tú estás dispuesto a aceptar como lógico. Patrones caleidoscópicos y fosforescentes. Vectores de pirámides y siluetas. Langostas, sirenas y amebas sacadas de cromas caseros. MGMT pega como el trueno: la luz antes que el sonido. Luego, la gente domesticada y encandilada por las imágenes tan elaboradas como crípticas. El viejo paquete de la psicodelia setentera: oír colores, ver sonidos. Así arranca este concierto en el Caupolicán, con el escenario a oscuras y la pantalla que ilumina.

De repente eres Andrew VanWyngarden y cantas con los ojos cerrados al frente del escenario, en el centro exacto, mientras los destellos de tu cabeza se proyectan atrás y tú hablando sobre cómo atrapar un sentimiento y cuándo dejarlo ir (“Alien days”). A veces miras a Ben Goldwasser, de lentes y camisa con viñetas, como un titiritero de arañas imaginarias, rodeado de sintetizadores, con la mirada perdida en las teclas negras y blancas. Anatoli Kárpov pensando qué pieza mover. Y recuerdas cuando se juntaban a escribir canciones para tocar en fiestas universitarias, mientras estudiaban música y arte en la exclusiva Universidad de Wesleyan, en Connecticut. Cuando la vida consistía en componer, contestar e-mails y filtrar comentarios en MySpace. Cuando tocaban disfrazados de dinosaurios y hacían versiones de Genesis y Talking Heads. Antes de conocer a Kevin Barnes y salir de gira con of Montreal. Antes de esa llamada improbable de Columbia Records para firmar por cuatro discos y la idea de dedicarse a la música sin depender de un trabajo de oficina. Y de repente estás en una multinacional y conoces a Dave Fridmann, que calibró el Yoshimi Battles The Pink Robots de los Flaming Lips, y todavía no cumples 25 años cuando aparece Oracular Spectacular y te mudas a Brooklyn, a uno de los barrios donde los grupos se reproducen como ratas, y de pronto tu música se vende como cocacola. Y tu imagen en traje de baño tratando de incendiar el mar se multiplica en las revistas. Y te comparan con Fischerspooner y Empire of the Sun. Y de repente todos te quieren en sus fiestas. Y entiendes un par de cosas: que ese es el momento en que una banda se convierte de pronto en una leyenda desechable. Que, como decía Marx, la historia se repite dos veces: primero como tragedia y después como parodia. Y sales de gira con Radiohead, Beck y hasta Paul McCartney. Y de repente estás en Coachella y Glastonbury. Y te das cuenta, como escribió Fabián Casas, que el interés que identificó Spielberg por observar a los grandes dinosaurios es una verdadera atracción: Madonna, Bono, Waters, autoparodias de la industria con un público cautivo asegurado, como el Papa. Y te sacudes y te reinventas. Y evitas ser una copia de ti mismo. Y dices que haces música de los setenta del futuro. Y te vuelves impredecible. Y decides, primero, que ese virus de alto contagio llamado Oracular Spectacular tenga un lado A con todos los anzuelos para masas: “Time to pretend”, “Electric feel” y sobre todo “Kids”. Y un lado B con las canciones que sabes que el mundo no entenderá a la primera escucha. Algo de rock clásico filtrado en psicodelia vintage. Y decides que ese lado indeterminado será el camino a seguir. Y te encierras a escribir canciones. Y aparece Congratulations. Y te encierras a improvisar y lanzas el todavía más experimental MGMT. Y te das cuenta que algunos de tus seguidores se confunden. Y tiran mierda. Y te acusan de hype. Que dónde quedó el baile. Pero tú vienes de vuelta como el Bowie de Dentro del laberinto. Y entiendes que mordieron tus anzuelos —”Time to pretend”, “Electric feel”, sobre todo “Kids”— y esperan otra cosa. Y cantas con los ojos cerrados y un aliento a progresivo. Y uno piensa en Andrés Nusser de Astro hablando de Jon Anderson de Yes. Y en cómo arrancan “Cool Song No. 2” y “Colombo” en vivo. O “Future reflections” y “Drogas mágicas”. Y en el gesto no tan evidente de todo eso. Pero esta noche tú sigues con los ojos apretados y la camisa abotonada hasta arriba. Y dices: «Este es un llamado a vivir, amar y dormir juntos» (“The Youth”) y el sonido es prolijo y el escenario tan oscuro. Y tú hablas poco y nada. Y lo aclaras en tus entrevistas: «No soporto a esas bandas que se pasan medio concierto hablando, no lo tolero. Yo voy a ver un grupo, y lo que quiero es que toquen y se callen la boca». Y quizá por eso solo agradeces y en algún momento gritas «Santiago» con la Saint Blues colgada al hombro. Y la gente prende. Y los celulares te multiplican. Y algunos, como la producción, piensan que tus conciertos serán una fiesta. ¿Qué hacen acá Shonky, Betoko y Roman & Castro? ¿Cómo se explica eso? Y las chicas gritan «mijito rico». Y tomas una cámara y la pantalla reproduce tus tomas en gran angular: Will Berman, sobre una plataforma a tu izquierda, marcando el pulso de “Time to pretend”, y la noche se vuelve todavía más introspectiva cuando haces “Siberian breaks”, que como las mejores canciones de los setenta dura más de quince minutos. Así te enseñaron a conectar con esa música y los estados alterados de la conciencia: a palos. Y las visuales ocupan todo tipo de efectos y filtros, como el barroco de cada carátula de MGMT, como en el terror que experimenta el niño del video de “Kids”. Y tú con los ojos cerrados. Y todo parece sacado de otra época, como tu Magnatone Tornado, y esas columnas griegas sosteniendo las miradas en la pantalla, o esa pirámide maya en el video de “Time to pretend”. A veces te das vuelta y miras de frente a tus músicos. Y vuelves a cerrar los ojos para no ver a nadie, mientras haces “Congratulations”. Y dejas el escenario a las once de la noche. Y hay gritos tibios. Y tú sonríes. Y tus colmillos están tallados de tanto cigarro. Y vuelves para rematar con “Pieces of what” y “Brian Eno”. Y al final se trata de eso: de encontrar la esencia de la canción pop y perderla. De esperar a que algo pase y después que pase otra cosa.

Ahora la pantalla se apaga y las luces se prenden. De repente eres Andrew VanWyngarden y abres los ojos para no tropezar con los cables detrás del escenario. Después desaparece el sonido y la gente.

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MGMT: los setentas del futuro

Sobre el autor:

Alejandro Jofré (@rebobinars) es periodista y editor de paniko.cl.

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