Memorias para Cecilia

por · Mayo de 2016

En Memorias para Cecilia, publicado por Lumen este año, Armando Uribe se muestra como un testigo privilegiado de la historia cultural y social del país, además de un observador implacable de sí mismo.

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«Este libro es una preparación para el Purgatorio», escribe Armando Uribe en el prólogo de la edición revisada de las memorias que publicó hace ya casi quince años. Al decirlo da cuenta del profundo sentido religioso que ha definido toda su obra y su vida, la que rememora desde sus años de infancia y juventud hasta la muerte de su esposa, Cecilia Echeverría, a comienzos del siglo XXI.

Lo siguiente es el último capítulo de Memorias para Cecilia, publicado por Lumen este año, donde el poeta, abogado y académico se muestra como un testigo privilegiado de la historia cultural y social del país («A la clase política le faltó valentía. Los ‘opositores’ a la dictadura han sido sumamente cobardes, empezando por el señor Patricio Aylwin, verdadero continuador de la dictadura»), además de un observador implacable de sí mismo («A veces teníamos ambos un cansancio a morir, y en esas pocas ocasiones nos dijimos mi mujer y yo: ‘Quisiéramos morir, pero ¿y los hijos? ¿Y el mal ejemplo…?’»).

Epílogo

Me quedan algunas palabras

I

Al volver a Chile arrendamos una pequeña casa en Pedro de Valdivia Norte, propiedad de un sobrino de Cecilia, y luego otra más grande en la avenida Santa María, mirando al río Mapocho. Tenía una especie de jardín con algún árbol antiguo y pasto, pero con el desperfecto de que lo atravesaban unos guarenes venidos precisamente del río y que amenazaban con meterse a la casa. De modo que mi recuerdo de aquel período de un año y medio, dos o tres, se relaciona más con el riesgo de dichos animales que con algún gusto vivido en esa residencia.

Casi no recibimos visitas. Entonces hacía clases en la Universidad ARCIS, era la época en que su director o presidente era Fernando Castillo Velasco. Fui vicepresidente del plantel y recibí una serie de veces al que era el decano de su facultad de Derecho, cuyo nombre se me escapa en este momento, y a algún otro colega profesor, pero vida social activa no me acuerdo de que hayamos tenido. Después mi mujer encontró nuestro departamento actual frente al parque Forestal. Puede ser que le recordase el de París por la cercanía del río, pero entre el Sena y el Mapocho hay bastante diferencia. Allá había pocos árboles al borde del Sena y creo que la ventaja de tener el parque enfrente fue uno de los motivos de Cecilia para elegirlo. Efectivamente este departamento tiene no semejanzas, sino analogías con el de París.

En esta misma cuadra vivieron Nemesio Antúnez y el profesor de Leyes de la Universidad de Chile Eduardo Novoa Monreal. Conocí esta calle antes de que tuviese edificios. A principios de los años cincuenta acompañé al profesor de Derecho Felipe Herrera —yo debo de haber estado en primero o segundo año— desde la Escuela de Leyes a su casa de dos pisos, que se hallaba en esta cuadra larga de Ismael Valdés Vergara. Lo vi entrar en ella y seguí caminando hacia el centro.

Mi permanencia en este departamento se ha prolongado, pero para mis adentros considero que nunca tuve una auténtica vida social, aquí ni en otro lugar. Puede que visitara a algunas amistades y ellas fuesen donde yo vivía, pero no siento que tuviese una vida social plena. Desde luego, puede que sostenga una falsa concepción y efectivamente hiciese muchos contactos durante las distintas décadas de mi vida. No lo sé.

Las personas no se ven como son. Lo de «conócete a ti mismo» es una excelente frase, pero no es nada corriente que suceda. Me he creído un hombre relativamente sobrio en materias de comer y vestir, y más bien solitario que socialmente disponible. Corresponde a un estilo que me gustaría tener, que incluye no hablar mucho y, sin embargo, con la edad me he vuelto un hablantín insoportable… Me pregunto si también lo era de joven. Aquí hay algo que no logro decir con palabras regulares. Es efecto de la sensibilidad no encontrar los vocablos exactos o justos para expresar ciertas sensaciones. Con la vejez se pierden las ideas, se confunden, se pegan unas a las otras y las personas se hunden en obsesiones que quizás las traduzcan en palabras pero no contienen pensamientos. Esto de conocer la senilidad debido a la edad no es para mí algo sincero, verídico, ni mucho menos humilde, sino una especie de… No quiero decir «elegancia», porque no es la palabra; sería más apropiado emplear un término que se usa en Santiago desde antiguo: «parada». Mi actitud es una «parada» ante la senilidad, pero no desentraña toda la realidad de esta última.

Seguramente es presuntuoso que lo diga, pero creo que he sido entretenido para los periodistas, más de lo que ellos me divirtieron a mí. Alguien me propuso publicar un librito de entrevistas y me pareció una buena idea, porque en algunas de ellas dije cosas que no me atreví a escribir. Me refiero a confesiones íntimas. Recuerdo dos o tres en las que divulgué situaciones que me valieron críticas de familiares, algunas de mis hijas o hijos, por ser demasiado indiscreto.

Cuando estaba en mi exilio europeo nunca me imaginé que en Chile tendría una buena recepción literaria. Lo que me impelía a volver eran mis raíces. Lo cual no significa que mi actividad libresca tras mi retorno fuese involuntaria. Simplemente nadie elige el exilio, como han dicho algunos tontos respecto de mí, y en esa coyuntura lo literario no ocupaba el centro de mis ideas. Como creo que dijo el Papa Juan Pablo II en Chile, el destierro es una forma de pena de muerte, psicológicamente lo es sin duda. Uno deja de ser la persona que vivía en su país, pasa a ser otra que no existe en parte alguna. En Europa mis esfuerzos, además de en mi trabajo académico, se concentraron en atacar a la dictadura chilena. Fui no solo un adversario, sino un enemigo de la junta de Gobierno desde su comienzo hasta que terminó y después también, puesto que Pinochet continuó funcionando siete años más como comandante en jefe. Tampoco olvidemos que una cantidad importante de sus partidarios sigue hasta el día de hoy actuando en la vida pública y privada del país.

Para el plebiscito de 1988, contra las apariencias, fui sumamente escéptico y poco ilusionado en materias políticas. Mi actitud se originaba en mis contactos previos a la dictadura y los posteriores, en mi conocimiento de un cierto número de individuos adeptos a la misma, no necesariamente altos funcionarios, y varios emparentados con mi mujer: las conversaciones con ellos me convencieron de que no saldríamos fácilmente de la tiranía. Mi escepticismo era casi completo, hasta el punto de que en mi fuero interno, como lo hablé en confianza con José Miguel Varas, consideraba que en Chile había una guerra civil pendiente. Él estuvo de acuerdo. Y así fue como «salimos» de la dictadura a través de una transacción infame y fraudulenta.

A la clase política le faltó valentía. Los «opositores» a la dictadura han sido sumamente cobardes, empezando por el señor Patricio Aylwin, verdadero continuador de la dictadura, alabado tantas veces por individuos que aparecían como opuestos a Pinochet, pero que en verdad fueron sus secuaces enmascarados.

En 1988 ya estaba viviendo en Chile. Al aeropuerto me fue a buscar Máximo Pacheco para evitar que tuviese líos. Entonces las cosas estaban deterioradas y han seguido empeorando. El dinero se volvió mas sagrado que la religión cristiana católica para personas declaradas católicas cristianas. El expapa Ratzinger los llama «paganos» en su libro Introducción al cristianismo, de 1967: afirma que una enorme cantidad de católicos romanos son en realidad paganos y así los católicos de verdad son una pequeña cifra entre los mil millones de seres humanos que dicen serlo. Esto se aplica también al clero. Yo mismo me sé un mal católico, aunque no por sentir apego al dinero, sino por otros aspectos. Después de todo, al ser «acomodado» en una sociedad como la chilena o en el neoliberalismo mundial imperante, caigo en lo mismo. Es cosa de todos los días: uno es, su no autor, al menos cómplice de las canalladas.

Al terminar la primera entrega de mis Memorias —aunque entonces creía que sería la única—, esperaba morirme luego. Sigue siendo mi pensamiento después de veintiséis años. Pienso que es un absurdo continuar viviendo de forma más o menos normal después de los ochenta años. Es innecesario vivir tanto tiempo, para mí verdaderamente es un castigo, porque no creo en las supuestas bondades y gozos de la vejez. Es verdad que disfruto de «perder la memoria», pero se trata de una jactancia y una coquetería, enfermedad la última que creo he sufrido toda la vida. Tengo una «parada» para causar admiración o seducción.

Quizás le debía estos años a las letras. Nunca antes me había ocupado tanto del asunto de hacer versos. Y nótese que no digo «poesía». Desde joven el escribir fue otro castigo al sentirme obligado a hacerlo, mirándolo como una cosa superficial, aunque me rascara o arañase por dentro; superficial y poco digno. En mi opinión, el revelarse profundamente en las artes es lo contrario de rebelarse (así con «b»); es un recurso acomodaticio, exactamente como me siento en lo económico. Lo veo como algo vergonzoso y una vocación mediocre. Posee una tendencia a lo salubre pero no a lo salobre. ¡Cuán amargo es traicionarse a uno mismo o al concepto que se tiene del género humano! Nada valioso se realiza con alguien que se acomoda…

Requiero de un cierto heroísmo más que de santidad. Desde que pude tener una idea del asunto, a los siete o doce años, supe que aspirar a ser santo contradice la santidad. En cambio, sí se puede querer el heroísmo, aunque también tratar de serlo conscientemente puede conducir a la paradoja. Debería producirse más allá de la voluntad o la deliberación: de un modo natural cuando es real, o si no se es un actor de teatro.

La Providencia es un factor determinante en esta situación. Desde ya reconocer en una persona esta gracia divina implica la santidad. Por el contrario, la palabra y el concepto de destino, no diré es bajo, pero significa que uno puede calcular las conductas y de ese modo se deterioran los valores a los cuales se aspira. El término destino reemplaza al hado, pero este contiene un significado que trasciende la conciencia, internándose en el inconsciente, algo mucho más natural y, en mi opinión, más valioso. Lo que nace del ser humano inconsciente o del inconsciente de un ser humano es más precioso que las deliberaciones, pensamientos y reflexiones de la conciencia.

II

Cuando se están agotando los recuerdos, encuentra uno a sus pies los desperdicios mal recordados. Y se dice: ¿qué hacer con esas hierbas que no son tréboles de cuatro hojas? ¿Volver atrás para incrustarlos a la fuerza en un margen del pasado, pegándolos con saliva?

Un ejemplo. Me acuerdo de una frase del omnipresente dictador norcoreano, Kim Il Sung. Una de sus divisas políticas oficiales era: «Uno para todos y todos para Uno». Supongo que algún norcoreano ilustrado sin malicia la tomó de Los tres mosqueteros franceses.

¿Qué hacer con ello?

Nada; dejarlo pasar.

Vivir en el destierro es haber sido dejado al margen.

El destierro es un entrelíneas que no desciframos sino parcialmente.

Lo que nos dominaba era el aburrimiento y el cansancio debido a los trabajos, mayúsculos para nosotros. Los de Cecilia para llevar la casa y construir a la vez sus collages con monstruos misteriosos e infelicidades exultantes; eran arduos y para ella inéditos.

A veces teníamos ambos un cansancio a morir, y en esas pocas ocasiones nos dijimos mi mujer y yo: «Quisiéramos morir, pero ¿y los hijos? ¿Y el mal ejemplo…?»

Monotonía del exilio: «Tomorrow and tomorrow and tomorrow», escribió Shakespeare en el Macbeth y yo lo traducía libremente: «Un día y otro día y otro día».

El tiempo transcurría como si cada día fuese un solo grano de arena, mucho menos que en un reloj de arena.

Yo trabajaba y trabajaba; leía y leía y leía. Escribía casi puros versos religiosos.

Estábamos a la espera… ¿De qué?

Se trata de terminar mi primer libro de Memorias. Desde 1933 hasta llegar a 1990.

Muchas más cosas pasaron durante el destierro; durante la vida, antes y después de aquella crisis.

El 11 de septiembre de 1988 dictó Pinochet el fin de la pena de exilio.

Volví entonces de paso a Chile con mi mujer.

Siempre supimos que regresaríamos, aunque la cátedra en la Sorbonne era definitiva como profesor titular.

Pero mi país, el de mi mujer y el de nuestros hijos, era una propiedad definitiva, aunque no tuviésemos bienes físicos en Chile.

Existíamos allí desde hace siglos.

Además, un rasgo de los chilenos y de Chile me interesaba o apasionaba más que los de ningún pueblo ni lugar del mundo: el desgarro.

Chile en su naturaleza, su historia y carácter —cualquiera fuese— de sus habitantes, es desgarrado.

Yo mismo y los míos éramos, lo somos.

Los hijos hombres —salvo Francisco, que antes de todos volvió y murió— trabajaban ya en París y se quedaron allá hasta hoy.

Las dos hijas volvieron con nosotros.

Ello fue hacia el fin de 1989, pues debí hacer mis clases hasta entonces en París.

Ahora la vida (o la muerte) sería en mi país y de otra especie los recuerdos a partir del noventa.

A mi vuelta a Chile mis compatriotas, que no son mis pares, me hicieron la cruz.

Hasta aquí no he mentido en estas memorias sino una vez, que yo sepa: cuando digo que la primera palabra que en mi vida escribí fue «cochayuyo». Fue la primera palabra escrita por nuestro hijo Francisco. Yo se la deletreaba.

Ah, Cecilia… Dije que nunca había visto morir a nadie.

Ya no es el caso.

memorias uribe

Memorias para Cecilia
Armando Uribe
Lumen, 2016
572 p. — Ref. $18.000

Memorias para Cecilia

Sobre el autor:

Armando Uribe es abogado, profesor y escritor, autor de una numerosa obra literaria, en ensayo y poesía, compuesta de Transeúnte pálido, Odio lo que odio, rabio como rabio y Carta abierta a Agustín Edwards.

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