París no se acaba nunca

por · Noviembre de 2015

Después de los atentados en París, el escáner espontáneo opera siempre: cualquier movimiento, por más cotidiano que sea, es materia de atención, y aunque nadie dice nada, esa es nuestra manera de hablar de lo mismo.

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Una persona muy cercana sufrió un accidente terrible. Tu hermana, tu amigo, un tío. Tú, lejos —muy lejos—, quieres saber cómo está, qué sufrió, qué siente. Aunque puedes enterarte de mucho, quieres verla porque en cierta medida algo de ella te pertenece. Y tú estás lejos, muy lejos. No se me ocurre otra manera de explicarlo: vivo hace tres años acá, en París, y por algún azar la atacaron mientras estaba allá: muy lejos. La onda del impacto de los ataques cubrió todo el planeta en unos minutos y en otros tantos comenzó a disiparse. Pero tú vives ahí, yo vivo hace tres años en ese epicentro. No hay otra manera de decir que estaba muy lejos cuando la atacaron.

Me tocó volver tres días después de los ataques. Estaba previsto. El regreso y los ataques estaban previstos. La sensación antes, durante y después del vuelo tampoco sé cómo explicarla: incluso podría trazar, más o menos, un retorno normal, salvo por un par de detalles: un avión que, según los agentes aéreos brasileños (escala) estaba lleno, termina con varios asientos libres (algo así como un quince por ciento). La presencia de policías a la llegada del aeropuerto es importante, aunque podría parecer normal. Para los pasaportes europeos, y las caras blancas, el trámite es expedito. Las barbas frondosas, sea cual sea la procedencia, levantan sospechas: un par de tipos desarman sus maletas en los pasillos mientras los otros pasan como si nada. También podría ser una escena normal.

La prolongación del clima templado del otoño parisino, que en estos momentos comienza a menguar, se comenta en los pasillos. Podría aspirar, en ese lugar, en ese aeropuerto, a ser el tema más relevante entre desconocidos. Podría ser parte de un retorno normal.

Podría, tercera persona singular del condicional del verbo poder. Poder, tercera persona, condición. Muchas variables incómodas juntas.

No sé cómo describirlo: estamos ahí y la mayoría —asumo— somos retornados a París. Nadie dice nada y esa es nuestra manera de hablar de lo mismo. En el tren que hace el recorrido del aeropuerto a París, igual: una calma absurda, la falta de humor y una necesidad muda de llevar a cabo el trayecto normalmente.

Más allá de uno las preguntas corren solas y en silencio: ¿y si alguien hace volar el tren aquí y ahora? Y la contrapregunta de inmediato: ¿estará el tipo del frente pensando lo mismo que yo? Las miradas se cruzan en algún punto, una suerte de diálogo secreto, y rápidamente se pierden. Lo que queda es el silencio.

En todas las paradas de ese tren, ante el ingreso de otros viajeros silentes, el escáner espontáneo opera: cualquier movimiento, por más cotidiano que sea, es materia de atención, y aunque nadie dice nada, todos hablamos de lo mismo. Insisto: las miradas se cruzan y en el mismo segundo se pierden.

El tren avanza como los días y las investigaciones de los ataques y, aún cuando se ha levantado el estado de sitio, a mi retorno, la ciudad está castrada en su esencia: las calles producen eco, los bares están cerrados o en su defecto casi vacíos.

No recuerdo un bar vacío en París, lo digo en serio.

Salas de cine en horario punta sin gente.

Museos que parecen lo que muchas veces ofrecen: piezas aisladas de su espacio/tiempo que sirven solo para contemplarse en un recogimiento condicionado.

¿Recitales? Solo un concierto de sirenas por todas partes.

El pánico colectivo —condición que esa tercera persona impuso, ese plural que nos quitó de golpe el derecho a no tener miedo— no es la única razón de la desertificación de los espacios públicos. Ahora una suerte de frivolidad se autoimpone. Disfrutar una cerveza, un museo, ¿un recital?, una película… en otros términos, disfrutar de París, supone un ejercicio de culpabilidad sin razón en estos primeros días. En la primera semana post atentados, diría. Aspirar al disfrute produce pudor. De eso se trata todo esto, de pudor.

El periodismo también me genera pudor. Leerlo y ejercerlo. Por un lado del asunto, de la bomba mediática posterior al viernes trece, todavía caen sus secuelas por el mundo. Noventa por ciento porno, diez por ciento necesario a estas alturas. Escasos matices. De ese morbo, muchos vociferan por la miseria humana extendida en el mundo y la falta de reconocimiento ante, por ejemplo, la situación en Mali o Palestina —sí, cerca de cuatro mil personas fueron borradas en territorio sirio en los últimos catorce meses; sí, hoy (el gobierno de) Francia intensificó sus ataques aéreos contra el Estado Islámico en Iraq y llevó hasta un portaaviones. El discurso no es novedoso, claro, y me cuesta pensar que una mente razonable considere una persona por sobre otra. Pero cómo te lo explico, si es tan obvio: una persona o territorio que conoces gana más tu atención que otro que no has visto en tu vida. Lo siento mon ami, pero estás lejos.

Me da pudor también escribir esto. Sobre todo por la gente que está/estaba aquí durante los atentados. Articular y exponer una idea en medio del desastre, en medio del gore mediático y de la liga de los analistas políticos challas que vomitan su sabiduría por Facebook. Estaba lejos. No sé si sea parte de la fórmula, pero ahora experimento su consecuencia y por eso tecleo todo esto: por primera vez en estos tres años que resido en esta ciudad me sentí un parisino más. Lo que me parecía antes una pretensión artificial (sí, París es la hoguera de las pretensiones), una aspiración hueca, ahora se encarnó con el peso que puede tener sentirse convocado por un gentilicio. Arraigo en tiempos volatilidad identitaria, no sé.

Una amiga muy cercana perdió a un amigo muy cercano en el Bataclan.

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En el transcurso de este sinsentido, algo cambió durante el fin de semana que acaba de pasar. Después del estado de shock, del alarmismo a flor de piel, de los homenajes oficiales y espontáneos, de las noches vacías y las zonas turísticas reducidas a pocos foráneos —estoicos de pie frente a la postal parisina—, gramos de naturalidad empezaron a brotar. No solo el ciclo básico de una semana post atentados operaba, sino también el temor inconsciente por lo que podría pasar durante esos días de descanso y divertimento. El corazón de los atentados estuvo ahí, en el ejercicio del placer mundano en una de las mecas de occidente, y ante otra calamidad la distancia parece obvia.

Pero el tiempo avanza y arrastra la costumbre y los ciudadanos se proponen, en general, retomar la suya. De llamados a volver a ocupar las terrazas parisinas, a salir a las calles y a ejercer el derecho a manifestar (suspendido por la aplicación del estado de urgencia) en la previa a la XXI Conferencia sobre el Cambio Climático, se repiten constantemente y hoy la ciudad se agita, con el ruido de sirenas inquebrantable de fondo, más o menos como antes.

De hecho escribo gran parte de esto desde la BPI, la inmensa biblioteca pública instalada en el Centro Pompidou, y la panorámica interna de sus dos pisos parece la postal de costumbre: más de un millar de personas usando sus mesas y consultando sus pasillos.

Tiendo a pensar esta ciudad como una amante maldita. Una que impone su encanto y régimen amoroso: voluptuosidad seductora que te somete a sus faldas y que, no pocas veces, puede trapear el piso contigo. Un amor y odio soberano, una ciudad sinuosa en su rutina, vanidad y sobrepoblación, que te puede tener en la palma de su mano y desde ahí llevarte al límite. Una amante que goza con tu ahogo y sufrimiento, que juega con tu desesperanza, pero cuando estás en la mierda, ahí mismo, rendido, te regala sus mejores versos y besos. Una amante muy poderosa, verán.

Soy un parisino novato que habla un francés torpe, a medio camino entre un invento y una eventualidad, digamos. Los análisis sobre el daño a los valores republicanos y los fundamentos de la democracia occidental, sobran y se los dejo a los instruidos. La historia que da cuenta de todo lo que ha vivido esta ciudad, también. La consecuencia, evidente e inmediata, prevé la instalación de un Estado policial à la americana, lo que se traduciría en un atentado más contra esa esencia ya transgredida. Por primera vez en estos tres años veo realmente a París, a su juego y poder, maltrechos y desnudos. Todo se acaba menos París, que no se acaba nunca, escribió Vila-Matas. Pese a todo, al pudor, a la libertad por seguridad, París sigue en pie.

París no se acaba nunca

Sobre el autor:

José Jiménez (@jamonez) es periodista y realizador.

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