Los amantes de la Esmeralda

por · Mayo de 2014

El «amor que no se nombra».

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Casi borrado por el humear de la Esmeralda en el Combate Naval de Iquique, este suceso devela otras pasiones que navegaban a bordo del histórico buquecito. Si no fuera por el informe entregado por Gualterio Lekie, médico de la embarcación, nunca hubiéramos sabido que, seis años antes de la gesta del 79, mientras la Esmeralda surcaba alta mar en las olas crespas del Pacífico, cuando la tripulación dormía a raja suelta en los vaivenes de la marea, el guardiamarina Carlos Eledna no podía conciliar el sueño. Y entre más trataba de relajarse, más fuerte era la calentura que lo revolcaba en el camarote pensando en el paje que había llegado esa semana. El bello José Mercedes Casanga, un jovenzuelo de nalgas apretadas por el pantalón blanco que usaban los aspirantes. Desde que lo vio subir a bordo, esas ganas de tenerlo en sus brazos no lo dejaban vivir, ni siquiera podía concentrarse y lo olvidaba todo ante la presencia del paje, que le preguntaba mil veces lo mismo poniéndole esas caritas de cordero cuando él pasaba revista a la tropa formada en cubierta. Al parecer, el paje se había dado cuenta del flechazo, y también le hacía ojitos porque le gustaba sentirse empelotado por la mirada ardiente de Carlos, siguiéndolo, sapeándolo cuando se desnudaba para acostarse. Tal pasión inconclusa, era la tortura de Carlos que, ahogándose de amor, salía a la cubierta desvelado para fumar un cigarro. Ya no le importaba el grumete anterior, con el cual había tenido un enlace secreto en viajes anteriores de la Esmeralda por el litoral central. Pero era tan celoso, parecía una mujer enrostrándole cada trasnoche de farra en los puertos donde paraba el barco. Este otro era diferente, parecía un huasito falto de cariño en su humildad de paje naval venido del campo.

Esa noche el viento esparcía una llovizna salada en la popa cuando descubrió la figura del joven flotando en la bruma. El cielo era un jirón de sargazos que lo mantenían levitando, subiendo y bajando en ese coito estrellado de cielo y mar. Un ojazo de luna plateó sus cabellos cuando Carlos se acercó a sus espaldas, cuando el paje sin dejar de mirar el horizonte y sin girar la cabeza le preguntó: «¿Usted también sufre de insomnio?».

Desde aquella noche en que pasó de todo entre el paje y el guardiamarina de la Esmeralda, el navío fue el aposento nupcial donde la pareja de hombres dio rienda suelta al «amor que no se nombra». Cada noche, en cada amanecer, Carlos gateaba por la cubierta en busca de su pajecito, su José Mercedes, su cadete naval que lo esperaba donde mismo, en esa parte del barco donde no llegaba la guardia. Aquel rincón oscuro donde la bandera al viento era un telón protector. Ahí mismo el marinero lo bienvenía con su aliento de fiebre sumergida. Y eran tan felices anudados, empalándose uno sobre otro, que olvidaban la patria naval en los espolonazos de las cachas espumantes. Ni siquiera la luz del amanecer los despertó esa mañana cuando los encontraron semidesnudos, abrazados, al pie del pabellón que los arropaba con su sombra movediza.

Aquel violento despertar con el chapuzón de agua fría que les tiraron encima, fue el inicio de una pesadilla para los amantes de la Esmeralda. Carlos solo atinó a taparse las partes íntimas con su guerrera, y el pequeño paje se enroscó en su desnudez como un caracol avergonzado. Arriba, el círculo de almirantes los miraba con asco cuando se dio la orden de encarcelarlos separados para organizar el juicio. El tribunal estaría compuesto por el mando de la Corbeta formado por Luis Lynch, Arturo Prat, Carlos Moraga, Miguel Gaona, Enrique Gutiérrez y el médico Gualterio Lekie, encargado del peritaje en los órganos sexuales de los acusados. El hallazgo de semen fresco y pequeñas lesiones anales, fueron pruebas suficientes para condenarlos por el «pecado nefando», como se llamaba en esa época al amor entre hombres. La sentencia dictaminaba diez años de cárcel para ambos en un presidio de Valparaíso, además de sesenta azotes a espalda descubierta en presencia de toda la tripulación.

La mañana era fría cuando Carlos y José Mercedes se volvieron a encontrar en cubierta para recibir el castigo. Los dos fueron amarrados al palo mayor y de un violento tirón les arrancaron las camisas. Apenas alcanzaron a mirarse, cuando el chicotazo del látigo les rajó la espalda con su caricia quemante. La huasca del verdugo les abría la piel una y otra vez, uniéndolos en el mismo ardor, en el mismo prohibido amor que en ese altar flotante de la patria pagaba su delito. El joven paje solo resistió cuarenta azotes antes de desmayarse. Después fueron encarcelados hasta que la Esmeralda llegó a Valparaíso donde fueron conducidos al penal en el que cumplieron el resto de la pena.

Hasta ahí el informe escrito por la mano temblorosa del médico deja constancia del hecho. El resto, nadie lo sabe. Pudo ocurrir que después de los diez años de condena, Carlos Eledna y José Mercedes Casanga se encontraron nuevamente libres frente al mar. Cuando ya no quedaban testigos de aquel juicio, porque Prat y toda la tripulación de la Esmeralda se habían inmolado seis años antes, en las aguas del Combate Naval de Iquique. Y ellos, la pareja de amantes humillados, se perdieron la oportunidad de inscribirse como héroes en las páginas de la patria, pero ganaron algunas borrosas líneas en la oculta bitácora de la historia homosexual.

Esmeralda

Esta crónica está inspirada en el resumen de sentencias de la Gaceta de los Tribunales, año 1873, sentencia Nº 2420, página 937. Juicio contra el guardiamarina segundo, Carlos Eledna y José Mercedes Casanga por sodomía.

Los amantes de la Esmeralda

Sobre el autor:

Pedro Lemebel es escritor y artista plástico, autor de Loco afán: crónicas de sidario (1996), De perlas y cicatrices (1998), Tengo miedo torero (2001) y Zanjón de la Aguada (2003), entre otras novelas y crónicas

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