Que nunca se apague

por · Junio de 2014

Eliminar a los campeones del mundo no debe ser el objetivo final sino un paso para lo fundamental: superar mundiales anteriores sin irrespetar los fundamentos que han hecho de Chile un equipo consecuente.

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Uno trataba de explicar la victoria de Chile ante España. Habían algunas respuestas. Que fue producto de algo más profundo que un partido bien jugado. Que hay un cúmulo de soldados, todos de primera línea, carne de cañón, que representaron a un país en una lucha simbólica, y que tomaron valores que no eran habituales para nosotros —no para nuestro fútbol, al menos. Que el mérito de lo que pasó en Maracaná se relaciona con un trabajo en el que distintos entrenadores intervinieron, no uno solo. Que Sulantay no formó a este grupo de futbolistas, como se dice, sino que hizo bien en seleccionarlos y conducirlos hacia dos copas del mundo juveniles. Que Bielsa tomó a los jugadores del Preolímpico Sub 23 jugado en Chile el 2004, los mezcló con las generaciones Sub 20 de Holanda 2005 y Canadá 2007, y los habilitó para la alta competencia. Que el rosarino resignificó el acto de jugar por Chile, y le dio una lógica a cada una de las acciones tanto del cuerpo técnico como de los futbolistas, los que ya tenían un estándar superior al de la historia del fútbol chileno —le duela al miope que le duela.

Que más allá del astigmatismo histórico del periodismo deportivo, que es inherente a su oficio y las perversiones del mercado en el que se desarrolla (o mejor dicho no se desarrolla), Sampaoli tenía razón en hacernos creer que el Gato Silva sería el líbero, y no Medel, como lo fue finalmente. Que si bien nunca se justifica vetar a un medio, cada trabajador tiene derecho a preservar la intimidad de sus esfuerzos.

Que ganarle a los campeones del mundo —haciendo presión alta, aprendiendo la lección de todos los partidos pasados (partiendo por el arquero)—, y eliminarlos del mundial, no debe ser el objetivo final sino un paso para lo fundamental: superar participaciones anteriores sin irrespetar los fundamentos que han hecho de Chile un equipo consecuente. Con una idea clara, ofensiva y consciente de sus limitaciones, y no un despelote en el que vuelan los jamones, se destruyen los frigobares y se chatea con prostitutas, hasta altas horas de la madrugada, en la víspera de partidos importantes.

Uno trataba de explicar todo eso y no olvidar el millón de cosas que se quedan en el tintero. Pero viene Holanda. La Holanda de Van Gaal, todavía un genio, que se dio cuenta que sus jugadores ya no sostenían su querido 4-3-3: cambió a 5-2-1-2 y ahora es tan similar a nosotros en intensidad y planteamiento. Una Holanda que, si la vencemos, nos puede hacer olvidar las pesadillas de dos boletas en octavos de final, siempre ante una camiseta amarilla, siempre favorecida por un jugador extra con un silbato en la mano.

Claudio Bravo le manoteó un tiro al ángulo a uno de los mejores volantes del mundo. Descolgó uno y otro centro mientras la prensa española confirmaba que sería el nuevo arquero del Barcelona. ¿Es, con esto, el mejor portero de nuestra historia? ¿Es esta la mejor generación de futbolistas chilenos de la historia? No debemos discutir eso ahora, como tampoco hay que debatir el peso de lo que se vendrá, a la luz de un final que no nos interesa que llegue. Porque nadie quiere que esto se apague. Nadie quiere que esto ya no nos pertenezca, como dijo Bielsa al quedar eliminado en Sudáfrica tras clasificar con seis puntos. Nadie quiere conformarse con haber apuñalado al campeón. Nadie quiere ver repetidos un millón de veces los goles de Alexis, Valdivia, Beausejour, Vargas y Aránguiz por mil años más, como los últimos de esta aventura. Que venga Holanda y Brasil, México o Croacia. Y que haya un millón de cosas que no se alcancen a explicar.

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Sobre el autor:

Gabriel Labraña (@galabra) es editor y conductor de #MouseLT en La Tercera.

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