Queridos vinilos

por · Octubre de 2015

363 son las portadas que recopila el libro Vinilo chileno, un recorrido por buena parte de la historia del long play en Chile. En esta entrevista, el periodista musical y uno de los autores, David Ponce, revisa lo que hay más allá de toda la nostalgia por el formato.

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Cuatro son los autores y 363 las portadas que recopila el libro Vinilo chileno (Hueders / Felicidad), un recorrido por parte de la historia del long play en Chile, que comienza sin orden ni discriminación con Aquiebracanto, el disco que el dúo Quelentaro publicó en 1985, y cierra con el icónico Basta, editado por Quilapayún en 1969.

—Fue un trabajo que tomó su tiempo desde 2004, cuando empezamos, con varias pausas entre medio —dice el periodista David Ponce, uno de los autores del libro junto a Álvaro Díaz, Daniela Lagos y Piedad Rivadeneira.

—Todos participamos por igual en elegir y descartar, y yo diría que en especial se combinaron el ojo y el carácter de Álvaro Díaz en la selección de los discos, la producción muy en terreno de Daniela Lagos en contacto directo con los coleccionistas, la curiosidad mía por documentar toda esta cantidad de música e información y la mirada de Piedad Rivadeneira, que encuentro fundamental en la selección y sobre todo en el modo en que las carátulas están desplegadas y ordenadas en las páginas del libro —explica el también autor de la investigación Prueba de sonido. Primeras historias del rock en Chile (1956-1984) (Ediciones B, 2008).

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—¿Cuál es el origen de los discos?

—Principalmente de coleccionistas. El trabajo clave ahí fue el de Daniela Lagos, que fue quien contactó a los dueños de estos elepés y se ganó su confianza y colaboración para que mostraran sus colecciones.

—¿Y cómo decidieron el orden de los discos, que a veces parece determinado por temas gráficos, mismo artista o parentesco, e incluso porque no tienen relación alguna, como El computador virtuoso con El show del súper Bigote Arrocet?

—Es lo que digo sobre la mirada de Piedad, que fue quien armó la secuencia del libro. Los criterios son múltiples: son contrastes, por ejemplo, en torno a objetos: una guitarra ilustrada y un bajo eléctrico fotografiado en Canciones de patria nueva (1971), de Ángel Parra, y Solo un sueño (1986), de Aterrizaje Forzoso; o el contrapunto entre Dame un bananino (1967) y el Canto al programa (1970), de Inti-Illimani, que tienen en común el colorido y en contraste el significado.

»Son afinidades en los ambientes que sugieren el disco del pianista Jorge Abril al lado de Porno disco, o los de los cantantes populares Luis Alberto Martínez y Lucho Oliva. O en la técnica: los retratos a lápiz iniciales (Quelentaro y Marcelo, Alejandro Flores y el Pollo Fuentes), las ilustraciones de los discos del Piojo Salinas y de Florcita Motuda, o esas texturas de acuarela de dos discos de Margot Loyola, Salones y chinganas del 900 (1965) y Casa de canto (1967).»

»Son coincidencias, por ejemplo, en el paisaje: esos retratos otoñales de Roberto Inglez y Alan y sus Bates. En la composición: la postura de Los Mac’s en Kaleidoscope men (1967) y los Vientos del Sur en Actitud de hoy (1984), o la de Los Sicodélicos en Sicodelirium (1967) y Los Golpes en Olvidarte nunca (1971). En el color: el verde y blanco de Mira y Poncho con los mismos colores en el Venceremos de Quilapayún, o el colorido común entre Bigote Arrocet y José Vicente Asuar y entre Giolito & su Combo y el Tío Memo. O el blanco y negro del primer LP de Cuncumén y del disco Décimas (1978), de Violeta Parra publicado por Alerce.»

»Son subgéneros completos: las fotos de aviones y aeropuertos en elepés de Raúl Videla, Lucho Gatica, Los Twisters, Buddy Richard, el Dúo Rey-Silva o José Alfredo Fuentes. O las fotos de vedettes en Haciendo ritmo, de Pachuco y la Cubanacán, y Cumbias güenonas (1977) de Los Viking’s 5, con la gran Magaly Acevedo en la portada. O las mujeres en trajes de baño en El viejito lolero (1978), de Hirohito y su Conjunto, y Cumbias riquitas (1976), de los mismos Viking’s 5. En fin, hay miles de miradas. Mi combinación favorita es la de cierta idea de gran hermano que te vigila que hay en común entre el compilado Voces sin fronteras (1997), con Karol Wojtyla en la portada, y el disco Libre (1974), de la banda de concierto del Ejército de Chile.»

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Nostalgia cara

Un par de vueltas por las tiendas de discos sirven para ver que el vinilo está de moda, y aunque todo el tiempo que permaneció oculto sirvió para mirar en perspectiva, además de inflar su precio, entendimos que fue el formato que recogió el trabajo de los artistas visuales y musicales, al menos en Chile, entre las décadas del ‘50 y el ‘80.

De hecho, Vinilo chileno deja fuera el renacimiento del formato en este siglo, mostrando a sus anchas la obra de los fundamentales hermanos Antonio y Vicente Larrea, o de la diseñadora Jacqueline Fresard, entre otros. Esa puede ser una lectura de este libro, que funciona a la vez como un archivo visual y un viaje no lineal a la poderosa nostalgia.

Otra tecla que toca Vinilo chileno supone el encuentro con una enorme cantidad de música por descubrir o recordar: Nueva Ola, cumbia, pop, folclor, rocanrol y hasta marchas militares mezcladas con Nueva Canción Chilena.

—En los cincuenta años que recorre Vinilo chileno, desde Los Cuatro Huasos hasta los discos de Los Tres y La Floripondio, da la impresión que el trabajo de los hermanos Larrea con las carátulas de la Nueva Canción Chilena es lo más cercano a una identidad nacional. ¿Estás de acuerdo?

—No sé si lo más cercano a una identidad nacional: antes me parece lo más rico y elaborado de todo el libro. Y también en oposición a una identidad nacional creo que el trabajo de ellos es definitivamente la mejor muestra de una identidad personal. O de una identidad de equipo en realidad, entre Vicente Larrea, Antonio Larrea y Luis Albornoz, que también era parte del taller. Primero por lo cuantioso: Vinilo chileno tiene cantidad de evidencia de lo prolífico que es su trabajo, y en un arco que no solo tiene que ver con la música contingente de sellos como Dicap y Jota Jota, sino que va desde la música y la poesía de Los Cuatro de Chile en Homenaje a Óscar Castro volumen 2 (1971) para el sello Asfona hasta las cumbias de La Sonora Palacios en su Volumen 5 (1972) para Philips. Luego por la riqueza de sus recursos: los retratos preciosos de Antonio Larrea, las ilustraciones increíbles de Vicente Larrea, las tipografías creadas a mano, el tratamiento del color, las influencias que pueden ir desde el muralismo de la Brigada Ramona Parra en Canciones de patria nueva (1971) hasta la psicodelia hippie de Canciones funcionales (1969), por citar dos discos de Ángel Parra. Debe haber pocos casos en el mundo, si es que hay otros, de un trabajo gráfico al mismo tiempo tan cuantioso y consistente. Es para ponerse de pie todo lo que hicieron.

—¿Cuál fue el disco más complejo de conseguir?

—En el rock chileno de los años ’60 y ’70 está una buena parte de las rarezas de los vinilos chilenos. Por ejemplo son los casos de El volantín (1971), el primero de Los Jaivas, o dos discos de Congreso, entre Ha llegado carta (1983) y Pájaros de arcilla (1984); o los tres de los Blops, de 1970, 1972 y 1973. El rock no era una música tan popular en ese tiempo, al contrario de astros como el Pollo Fuentes o Buddy Richard, o de figuras que trascendieron a la Nueva Ola como Cecilia, o de Los Ángeles Negros, que son unos ídolos. Los de rock son discos más escasos en general y son los que se suponen que se venden más caros en el mercado de los coleccionistas y los compradores internacionales de rarezas.

—¿Y qué fue lo más valioso que encontraron?

—Podrían ser Florcita Motuda (1977), de Florcita Motuda, o El canto del hombre (1977), del cantor y payador Pedro Yáñez, publicado por Alerce y con una foto del también payador Lázaro Salgado que es una leyenda. Dos elecciones personales en mi caso son Lo primitivo (1977), de Hugo Moraga, y El animalito, el primer elepé de Los Luceros del Valle. Siempre va a ser un hallazgo el disco Nahuel Jazz Quartet (1963), del grupo del pianista Omar Nahuel: un disco de jazz chileno en los años ’60 es de por sí un registro raro y valioso. En la cueca, incluso más que los tesoros de Los Chileneros o Los Centrinos que a estas alturas son conocidos, está el long play del Conjunto Mesías-Lizama, que es el volumen V de la serie El folklore urbano (1969). Está Zalo Reyes y su grupo Espiral (1978), justo de la época en que Zalo Reyes se volvió un fenómeno nacional, y de la misma época hay un un elepé impactante que es Chuchoca en la onda pisco con las garrafas vacías de Jacinto Amoroso (1980). De 1983 hay tres discos que nunca había visto en vinilo: Eduardo Peralta, el primero de Eduardo Peralta; “El gorro de lana” y sus nuevos éxitos, del cantor y actor Jorge Yáñez, uno de los muchos discos que él grabó con el sello EMI; y Las ganas de llamarme Domingo, de Dióscoro Rojas, que antes de ser el actual Guaripola Guachaca fue uno de los cantantes y autores del movimiento conocido como Canto Nuevo, que así se llamaba la peña que inició a mediados de los ’70 en Santiago.

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—¿Qué significa para ti una portada como la de Canciones funcionales, de Ángel Parra, que además fue la que usaste para ilustrar la portada de Prueba de sonido?

—Significa un punto de encuentro. Pedimos por favor esa imagen a Vicente Larrea cuando hubo que gestionar la portada de Prueba de sonido en 2008, porque para mí es un punto de encuentro exacto entre una cultura tan cosmopolita como la del rock y una raíz tan chilena como la de la familia Parra: así que es perfecto para un libro sobre rock chileno. Y ahora que ese elepé apareció también en Vinilo chileno me sirve copiar y pegar una frase del artículo que puse al comienzo del libro: «un disco con insolente carátula rockera para ser de un hijo de Violeta Parra y con psicodélica foto hippie para aparecer en un país a punto de debutar con gobierno socialista y Unidad Popular. Las revoluciones de una época prensadas en un disco de 33 revoluciones por minuto». Significa mucho para mí además porque me hace recordar cuando era chico y ese long play estaba en mi casa, y ya a los cuatro o cinco años me hipnotizaban esa carátula, la guitarra de cuerdas metálicas que toca ahí Julio Villalobos (de los Blops) y la voz metálica de Ángel Parra. Bueno bueno bueno por todos lados.

Vinilo chileno de alguna forma reivindica el trabajo de Jacqueline Fresard con los discos de Los Prisioneros, ¿estás de acuerdo?

—Estoy de acuerdo y creo que esa es una de las muchas cosas en las que se nota la mirada de Piedad Rivadeneira en el libro: en este caso en la opción de elegir no solo carátulas de elepés sino además de singles de Los Prisioneros. Lo que me gusta de esas carátulas es lo equivalentes que son esos diseños a la música de un grupo que en esa época nos permitía entre otras cosas ponernos al día con las tendencias del tecnopop, la new wave o incluso el punk, aquí en Chile que estaba todo tan falto de noticias en todo sentido. Entonces ese ramo de flores de un single de Los Prisioneros del ’87 como “Maldito sudaca” remite de alguna forma a discos del sello inglés Factory como el de ese ramo de flores de Power, corruption & lies, el disco de New Order del ’83. O el retrato de Miguel Tapia en “Que no destrocen tu vida” y la foto de esa guagua en “Lo estamos pasando muy bien” parecen conectarse tan bien con todos los retratos en blanco y negro que los Smiths pusieron en sus singles con el sello Rough Trade en los ’80. Tal vez es sólo lo que uno creía ver y no la intención de la diseñadora, pero de cualquier modo era bueno descubrir esos puntos en común.

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—¿Cuál es la carátula que mejor refleja el contenido musical de un disco aparecido en el libro?

—Puedo sugerir tres. La cueca centrina (1967), el primero de Los Chileneros. Es una foto de los reales Chileneros, o sea el Baucha, el Perico Chilenero y Nano Núñez, que cantan y tocan mientras baila cueca Rita Núñez, hija de Nano Núñez: el auténtico ambiente y los verdaderos hombres y mujeres que por años habían dado vida a esa cueca en Santiago y que por primera vez la llevaban a un disco. También está Cantor de oficio (1977), del grupo Aymara: una foto callejera tomada en un país bajo censura para un disco de Alerce, el fundamental sello que dio pie a la resistencia musical a la dictadura en los años más duros de la represión, sin contar con que el logotipo del grupo en ese disco es un diseño del Taller Sol, de Antonio Kadima, un centro cultural que justo en 1977 inició un trabajo siempre autogestionado que no ha parado hasta hoy. Y luego está La voz de los 80 (1984), de Los Prisioneros: ese retrato del grupo hecho por Cristián Galaz en alguna calle aledaña a la Vega Central en Santiago tiene más verdad que todo lo que vimos en televisión entre 1973 y 1989 incluidos los festivales de Viña, los Sábados gigantes, los domingos de Jappening con ja, las noticias con Raquel Argandoña en 60 minutos de TVN y los discursos de Pinochet en cadena nacional, que en el fondo nunca fueron cosas tan distintas.

—En tu texto introductorio hablas de una época en Chile donde era importante tener discos en las casas. ¿Por qué lo era?

—Yo diría que se explica por la exclusividad del objeto (al menos entre los ’50 y buena parte de los ’70 no había cassettes, menos había CDs y menos aún Internet: nada iba a rivalizar con el vinilo como formato para escuchar música); luego por la existencia de una industria musical chilena años luz más desarrollada que la que tenemos ahora, con sellos poderosos como RCA Victor, EMI Odeon, Philips, Arena, Quatro, Caracol y muchos más; y finalmente por el interés de un público también más culto y capaz de reconocerse en las canciones de autores, compositores e intérpretes chilenos. Lo dice Rubén Nouzeilles, histórico director artístico del sello EMI Odeon en una cita suya que puse en el artículo inicial que escribí para el libro: «Chile era un país pobre, pero la gente en proporción gastaba más en discos que hoy. Era muy importante tener un disquito». Lo dice Valentín Trujillo también en el mismo artículo: «Era el mismo país (que hoy). La misma ciudad. Con menos gente. Y se hacían más grabaciones. Hoy día se vende más y se graba menos».

—¿Cuánto es lo máximo que has pagado por un vinilo?

—Veinte mil pesos a lo más, creo. Los vinilos que me gusta comprar no son los caros, son los de dos o tres mil pesos, porque no me importa que el disco esté en mal estado incluso. Mucho más los compro para leer las etiquetas y las contraportadas.

—¿Cómo ves el actual revival del vinilo en Chile: como un regreso nostálgico al formato (en una época de MP3 y streaming) o como una necesidad inventada (por el alto costo de los discos)?

—Como las dos cosas: la necesidad inventada de una nostalgia cara.

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Vinilo chileno
Álvaro Díaz, Daniela Lagos, David Ponce, Piedad Rivadeneira
Hueders y Felicidad, 2015
440 p. — Ref. $19.000

Queridos vinilos

Sobre el autor:

Alejandro Jofré (@rebobinars) es periodista y editor de paniko.cl.

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