¿Qué tiene el Batman de Nolan que nos gusta tanto?

por · Enero de 2013

En su aniversario 75, revisamos la trilogía del director inglés, que mezcló los personajes profundos y la espectacularidad de las megaproducciones.

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Christopher Nolan (1970) no es un director cualquiera. Aparte de la historia repetida de que hacía películas desde temprana edad con una cámara Super-8, que con 18 años se hizo conocido por el corto surreal Tarantella y que los ejecutivos de Warner le confiaron Batman luego de ver Insomnia, Nolan acumula un mérito especial: pasó de las películas de autor, con guiones muy elaborados (muchas veces a medias con su hermano Jonathan) y temáticas más dentro de la cabeza de los personajes que afuera de ella, al estreno palomitero puro y duro.

¿Qué tienen en común Following, Memento, Insomnia, The Prestige, Inception y la trilogía The Dark Knight?

A veces, algún astuto decide, por esas cosas raras del universo, aplicar esos dotes que le sirvieron para hornear queques, para cocinar bizcochos de tortas de matrimonio. Pasar de tener una verdulería a administrar su propio supermercado.

A Nolan le tocó en Batman, mega hit del cómic ahora y siempre, la ruta del héroe. Esa vieja estructura dramática en la que el viaje hace moverse al protagonista de sus raíces, conocerse mejor, enfrentarse a sus demonios, aprender de ello y, ya golpeado, herido y magullado hasta el alma, enfrentarse de forma final a todo lo anterior, volviendo cambiado y con la lección aprendida. ¿Es Batman un héroe? ¿Cómo se ve el murciélago desde el lente de Nolan?

El británico, hijo de una gringa y un señor del país frío y nublado (por el smog) donde no alcanzó a ser juzgado el Darth Vader chileno, para mí es un héroe del cine. Mucho se ha escrito sobre la última entrega de su Batman: The Dark Knight Rises (2012). La película que muchos otrora calcetineros de la claqueta “Nolaniana” han calificado como horrible o falta de respeto con su propio universo de la saga, funciona en distintos niveles, como el regreso del héroe de su ruta combativa.

Dañado por las peleas, entregando lo mejor en el pasado y no en el presente, se da el espacio para ponerle punto final a su historia. De hacernos sentir que el universo del que fuimos presos en algún momento es coherente en sí mismo y la híperrealidad de Nolan es tal que ni siquiera el mismo Bruce Wayne puede ser Batman para siempre ni nosotros fans de una ilusión eterna. Los héroes, si son de verdad, dejan de existir. «O mueres como héroe, o vives lo suficiente para transformarte en villano», dice la mejor frase usada en toda la saga y la que mejor grafica la visión del director y los guionistas sobre el personaje de DC Comics, puesta en labios del personaje que simboliza nuestro universo en la película, o el que por lo menos quisiéramos que nos representara en ausencia del caballero de la noche.

Esta historia, la de Nolan con Batman, comenzó con un capítulo llamado Batman Begins. Partamos por ahí entonces.

LA PROMESA

Un joven millonario juega con una amiga en el jardín de su casa. Encuentran una piedra. «El que la encuentra se la deja», le dice ella a él, pero él escapa con la piedra en su poder y cae a un pozo que da a una cueva en el subsuelo de su casa. Ahí es atacado por murciélagos y, al poco rato, es rescatado por su padre, un doctor y filántropo.

«La clave para entender a Bruce Wayne, es que él es Teddy Roosevelt», le dijo Christopher Nolan a su equipo creativo. Propuesta casi contracultural si entendemos que Bruce Wayne en las novelas gráficas de Batman poco tenía que ver con un extinto presidente estadounidense. Tal como bien se acota en el documental Batman unmasked, the psychology of the Dark knight, Thomas Wayne, el padre de Bruce, comparte con el padre de Roosevelt un carácter filántropo.

Roosevelt padre fue el principal benefactor de Nueva York, contando entre sus obras el Museo de Historia Natural y la Sociedad de Protección Infantil. Thomas Wayne fue el principal filántropo de Gotham en el universo Nolan, al construir con fondos ganados en sus negocios privados un sistema de transporte público que conecta una ciudad que en los extremos sufre las consecuencias de la desigualdad (¿les suena conocida esa historia?).

Ese es Nolan en esta película, donde no vemos a nadie con disfraces ni máscaras ridículas sin que exista una razón, justificada con mecanismos de exposición argumental (no tan sutiles, pero vale igual). El pacto ficcional con Batman Begins, lejos el film más profundo de los tres de la saga desde el punto de vista del personaje principal y cuánto podemos indagar en su razón de ser, es casi irrompible hasta el final, característica de Nolan al frente de Batman, quien pareciera componer sus obras pensando en que el primer visionado es el que vale en términos de coherencia del universo y adrenalina, de lo bien hecho, y cualquier retrospectiva posterior nos entregará lecturas en diferentes capas, a veces rebuscadas y negativas (como las que hacen los críticos “tradicionales” con la tercera parte), a veces más productivas o menos rabiosas.

Una ciudad Gótica a la que Bruce Wayne vuelve para asistir al juicio de libertad del asesino de su familia, movido por el deseo de venganza sin ningún pudor, es el telón de fondo para que un hampa empoderado a través de jueces, tráfico y policías corruptos se haga del monopolio de la palabra, la libertad y las oportunidades por las que algún día peleó Thomas Wayne.

La misma mafia que le quitó su familia y asesinó de alguna forma el sueño de su padre, le quitó ahora la oportunidad de vengarse. Bruce, frustrado, comienza una travesía de descomposición física y moral. Descompuesta si, podrida no. Toma todas y cada de sus experiencias y las vierte en un entrenamiento que tiene como objetivo que el miedo que alguna vez sintió pueda ser usado, a su favor, para hacer lo que su entrenador, Ra’s al Ghul llama “justicia”.

Al igual que Bruce Wayne en la ficción de Nolan, Theodore Roosevelt sufre la pérdida de dos seres queridos el mismo día: su esposa que da a luz y su madre. Golpeado, viajó, se volvió granjero en Dakota del Norte por dos años y volvió convertido en un comisario nocturno que cazaba maleantes arriba de una bicicleta.

Luego se convirtió en presidente.

Según Nolan, ¿qué hace Wayne al volver a Gotham luego de su propio entrenamiento catárquico? Busca transformarse en un símbolo, investiga a quienes podrían ayudarle, cura su fobia a los murciélagos mediante la técnica de la exposición en la misma cueva en donde alguna vez cayó cuando niño y sale a patear traseros que representen los valores opuestos a los que recibió de su padre.

El viaje descrito por el director en este film no se aleja de lo hecho por cualquiera que haya conocido el dolor de cerca. Si bien, no todos tenemos la opción de pedirle a Lucius Fox que prepare un nuevo juguete a cada tanto, se entiende que hay en la búsqueda de los autores del guión un proceso de intelección y curación de las heridas, una racionalización del dolor que necesariamente culmina en una acción más que en un reclamo. También una re-interpretación del personaje, más relacionado con uno de los mejores periodos de la novela gráfica, que con el sentido pop que tuvo alguna vez Batman.

Hay un Bruce enfocándose en la vida, inventando a Batman y disfrutando al mostrar la que parece ser su verdadera cara, la de murciélago, como si fuera temprano para descubrir que fue Batman quien inventó a Bruce Wayne y no al revés.

El escenario de la ciudad llena de corrupción, un plan maestro ejecutado por la raíz de la matriz de la fuerza física de Wayne termina por completar un cuadro en el que los personajes secundarios como Rachel Dawes (Katie Holmes), fiscal y casi única abogada no genuflexa en toda la ciudad, James Gordon (Gary Oldman), el único policía no corrupto de toda la fuerza y Alfred (Michael Caine), el mayordomo que representa lo mejor del legado de los Wayne son acicalares que nos muestran, con particularidades admirables (como la nobleza de Gordon o Alfred, por ejemplo) que estamos en presencia de una película de simbolismos en tiempos de cambios necesarios. Acá no hay guerra. Se está comenzando a forjar una resistencia a la injusticia de la que son víctimas los ciudadanos de Gotham, la Nueva York de los cómic del universo DC.

El villano de turno (Ra’s al Ghul) representa la característica más oscura de esta trilogía: el sentido político de la maldad, sin que podamos ponerle color ni bandera.

La tradición de la barbarie como solución a las sociedades corruptas, el acribillamiento de los ideales a través de todas las herramientas posibles, entre ellas, la economía moderna como generadora de pobreza. Hay mucha ambición del director en dejar claro que los malos no son malos porque sí, que tienen un plan, un destino, al menos en esta película, y que eso se relaciona con que cada acto en la vida de un personaje es una opción política.

Lo diremos largamente en este ensayo: en el universo de este director nada es casualidad.

La ruta del héroe, tan clásica como necesaria de aplicar en Batman de forma seria en el cine, es efectiva acá y como resultado de ello, Batman Begins es una película con personajes principales profundos y secundarios lo suficientemente entretenidos como para mover el relato sin romper ni el pacto ficcional ni la coherencia del filme sobre sí mismo, lo que termina por convertirse en la gran promesa de que recuperamos a Batman como personaje interesante.

EL GRAN TRUCO

Un vidrio que se rompe, un banco que es asaltado por criminales que con máscaras de payaso se van asesinando el uno al otro al terminar sus tareas previamente asignadas.

¿Qué tipo de ladrón hace eso? Un jefe misterioso llamado el Joker. El último de la cadena del asalto, que no es asesinado, sino que, como bien confiesa, debía matar al conductor de un bus. Un Joker, entonces, que consumado su rol en el plan, recibe los reproches de uno de los empleados del banco que resultó ser el principal depositario de la mafia. El herido y asaltado se arrastra por el suelo, al verlo asesinar a su socio de robo y huir con las reservas de dinero de los maleantes más poderosos de Gotham, le dice que los ladrones antes tenían códigos. Honor y respeto. Creían en algo. El Joker se acerca, tenebrosamente se quita la máscara de payaso y deja ver su maquillaje circense, casi como un mimo roto por peleas callejeras o de borracheras con mal final.

Con una sonrisa dibujada a cuchillo, le responde haciendo un juego de palabras. «Yo creo que lo que no te mata, te vuelve más extraño» («What doesn’t kill you, makes you stranger»).

Gotham muestra signos de recuperación tras el ataque de Ra’s al Ghul y ha asimilado de buena manera la aparición de Batman (hasta cierto punto, pues la irrupción de algunos “símbolos ciudadanos” disfrazados del murciélago, con evidentes diferencias del original, preocupan a Bruce Wayne). Toda la calma y armonía casi política conseguida con la reacción y la resistencia a la decadencia que significó para Gotham que Batman levantara un ejército físico-moral con Gordon, estaba llegando a su punto cúlmine con la aparición de Harvey Dent (Aaron Eckhart), fiscal de distrito con ganas de apresar mafiosos, que curiosamente está saliendo con Rachel Dawes (Maggie Gyllenhaal), la fiscal y abogada que en la primera parte de la trilogía ayudó a Batman a enjuiciar al hampa y de la cual Bruce Wayne sigue perdidamente enamorado.

Un sicópata misterioso, primero ladrón, luego críptico en sus mensajes de fondo y finalmente asesino descarriado en la superficie. Combinación ilegible. Una mafia que ve su hegemonía disputada, intentando ser desarmada en lo institucional, pero empoderada en lo que bien definió el teniente Gordon al final de la entrega anterior como “la escalada”. Armas nuevas, poder paramilitar en el hampa. Un vigilante que no termina de ahuyentar sus demonios interiores y comienza a soñar con una vida como ser humano normal, basado en la proyección de ese sueño con quien, justamente la salvación de la ciudad, Harvey Dent, está a punto de formalizar una relación amorosa potente. Harto paño que cortar.

¿Y si introducimos un poco de anarquía? Mucho se habló de la interpretación de Heath Ledger como el villano de esta película. Yo creo que sí se lo tragó el personaje, que no se inspiró en Sid Vicious, solo un poquito en Alex de Large de La Naranja Mecánica, que le sacó la voz completamente a Tom Waits y que para las escenas de interrogatorios o diálogos con personajes relativamente cuerdos se transformó en Charles Manson. Que la evidencia hable.

Respecto a la película, el Joker de Ledger —quien declaró públicamente que este fue el personaje más difícil de representar en su carrera—, representa el elemento que llega a la trilogía a partirla en unidades distintas. Funciona en otro nivel. No solo porque se trate de la secuela, sino porque sus motivaciones del Joker son totalmente disímiles con las de cualquier villano de la galería más amplia que se encuentre en el cómic. La lectura que hace el protagonista de Corazón de Caballero o Secreto en la montaña del personaje inspirado visualmente en El Hombre que ríe de Víctor Hugo, termina por representar el factor del caos como principio de justicia, o como simple diversión. Juntas y separadas. Contradictorio hasta la exasperación de un final, o un comienzo, abierto como pocos. ¿El Joker cree en los planes o no cree en los planes? ¿Tiene o no tiene fe en la gente a la que intenta manipular?

Globalmente, la película basa mucho su trama en la acción de este personaje, que aprovecha al máximo la costumbre del director de Memento de contar con el primer visionado de su obra como un abrelatas directo a los ojos, como una rajada de ojo tomada prestada de El Perro Andaluz.

Cada giro que dan los planes del Joker —que, ya está dicho, arma planes para reírse de los que confían en ellos—, nos abre una nueva herida en forma de trama/tragedia que el director administra a cuenta gotas. De ácido en el corazón de aquella sociedad en decadencia, en su esperanza y la de quien empatiza con ella. Al fin y al cabo la batalla entre Batman y el Joker no es un constante juego entre quien tiene el mejor tanque militar pintado de negro. Está claro que el Joker lleva ventaja. Batman no mata. La batalla por el alma de una ciudad que pelea por no seguir pudriéndose, que se defiende levantando sus primeros liderazgos, tiene como principal enemigo a un criminal tan impredecible como cruel. El caos que simboliza uno que recibió el empujón que diferencia a la cordura de la locura. Un asesino payaso, en ese orden.

La relación de la muerte y este film quedó grabada a fuego no solo por Ledger, quien falleció en un extraño incidente con medicamentos mientras esta película se posproducía en la dimensión real, sino también en la ficción. Todo el tiempo que vemos The Dark Knight desfilan ciudadanos asesinados, mafiosos ajusticiados que caen desde alturas mutilantes, venganzas con resultados de muerte, todo como parte de un rescate moral que el Joker pedía para la ciudad o intentaba forzar para, finalmente, demostrar su punto: «everything burn’s».

Con un maestro de la tragedia en código de comedia, con cicatrices de difuso origen, escapes dignos del mejor terrorista, asesinatos al estilo de la película más cruel de Hollywood y líneas teatrales defendiendo el valor de la locura o la anarquía, tenemos a un Bruce Wayne que trata de defenderse de todos los despojos a los que es sometido por su personalidad real: Batman.

Con la promesa eterna de no matar, respetar el legado de sus padres y honrarlos siendo el paria entre el hampa y los ciudadanos de bien, es poco lo que sabemos de Bruce en esta película.

Lo vemos padecer por Rachel, contradecirse sobre sus verdadera opinión acerca de Harvey Dent y, peor, caer completamente en el juego del Joker.

Batman, sin duda, se ha comido al hijo de Thomas Wayne que conocimos en Batman Begins. De igual forma, su relación con Alfred se mantiene intacta y los gestos de nobleza y lealtad entre ambos, que simbolizan el cable a tierra de Wayne con el mundo de los humanos, se enuncian en un par de escenas de comedia bastante notables.

Para Batman esta parada fue difícil. Eclipsado por la maldad de uno que está tan loco como él debe decidir si la analogía con Roma que escuchó de Harvey Dent es correcta (el procurador era el Batman de aquellos tiempos, restablecía la paz con guerra para que volviera la democracia), o si el manto no se mueve de donde está.

Párrafo aparte para ese Harvey Dent, representante de la esperanza blanca de la ciudad, que se corrompe cuando entiende la lógica cruel impuesta por él, lo que representa el malo (o el distinto) de la película y relaciona los hechos a la usanza del caos: termina convertido en Two Faces, quizás el enemigo más mortal de Batman en el cómic tras el mismo Joker. En esta versión de Nolan sale a cobrarse revancha por haber sido el único perdedor en tiempos de guerra. Aparece en el momento en que pensábamos que no quedaban cartuchos por quemar y se percibe como una buena sorpresa de la película.

La idea que más da vueltas en la cabeza, al ver los 152 minutos que dura la cinta, es la propuesta de que, ante un antagonista caótico o —más que sicótico— impredecible, la tesis de «el fin justifica los medios» comienza a tomar fuerza, expuesta de forma magistral con la metáfora de Alfred de «quemar el bosque» para encontrar al Joker y llevada a cabo por Batman, que convirtió cada celular en un ojo suyo, operado por Lucius Fox. Aterrorizante para cualquier fan de Salfate, intimidante para nosotros.

Lo que nos salva de una interpretación tan oscura, o pretende Nolan que nos salve, es que Batman, como dijimos ya, no mata. ¡Pero los gringos si! Y le están prendiendo fuego a los bosques de Medio Oriente hace rato.

Al finalizar la épica batalla (no guerra) entre Batman y el Joker, en esta película quizás nos damos cuenta de que los fundamentos que cobraron vida en la primera parte se encontraban un poco más ausentes, menos necesarios. La promesa que significó Batman Begins cuaja como el soporte perfecto para esta fantasía que, con tintes de la mejor película sobre un personaje de cómic de todos los tiempos, nos vuela la cabeza con giros inesperados, maldad, referencias a la novela gráfica y soberbias interpretaciones como la ya mentada de Ledger, un sólido contraste entre Bruce y Batman a manos de Bale, una muy superior Maggie Gyllenjaal respecto de Katie Holmes y un siempre correcto Michael Caine.

Quedamos con el sabor de una ilusión, de un truco de magia. Con la necesidad de ver eternamente cuan aptos estamos al caos y cuan seguros estamos de que el Joker no tiene razón en eso de que la locura está más cerca de lo que creemos. ¿Acaso no es esa la lucha eterna de todos? ¿Saber cuán lejos estamos de ser lo peor que podemos ser? «¿Why so serious?».

«Tú… ¿no podías solo dejarme caer, verdad? Esto pasa cuando una fuerza imparable se enfrenta a un objeto inamovible. ¿Realmente resultaste ser incorruptible, verdad? No me vas a matar por un sentido erróneo de rectitud moral. Y yo no te mataré porque eres demasiado divertido. Creo que tú y yo estamos destinados a hacer esto para siempre» le dice el Joker, casi en el desenlace, a Batman.

LA CAPA Y EL TELÓN CAÍDOS

En The Dark Knight Rises Gotham es una maqueta de la paranoia. Después de la aparente calma, están las filas y columnas de ventanas, con algunos habitantes caldo de cultivo de frustraciones, susto e indignación, como a punto de sacar el arma del cajón, todo por efecto del villano de turno.

Si Batman Begins nos habla de cómo Batman inventa a Bruce Wayne y The Dark Knight de cuan caótico se pone todo cuando un genio usa su locura a favor del mal, esta película se toma la paciencia de sembrar el caos con el mejor abono de toda la trilogía: la manipulación como un móvil al desbarajuste y la violencia.

Este punto debe entenderse como el acto de regar la duda sobre la admirable figura de Selina Kyle (Anne Hathaway) y la certeza tras la máscara de Bane (Tom Hardy), que no responde a un villano cualquiera que termine aliándose con los buenos, sino a un sicópata motivado por un propósito tan complejo como repetido en la historia de la humanidad, uno que conecta esta pieza con la primera parte lanzada en 2005.

Acá la duda apunta a la fuerza y la voluntad que pueda tener —o no— Bruce Wayne para seguir vistiéndose de negro y combatir la injusticia en el bajo mundo. Sabiendo que la única mujer que ha querido voló en mil pedazos y enterándose de que quiso morir como esposa de Harvey Dent, la ilusión falsa de una Gotham demócrata, limpia y en tiempo de paz.

A lo largo de 165 minutos vemos una Gótica sumida en el desconcierto por una falsa revolución, liderada por un criminal temerario (quizá tanto como Batman), que obliga a Bruce a colgar la bata y salir a pelear a las mismas calles que le arrebataron ocho años atrás, cuando se hizo cargo de los crímenes cometidos por Two Faces y el comisionado James Gordon destruyó la batiseñal como símbolo de que el murciélago ya no era necesario.

Nos encontramos con un Gordon pagando el precio de su mentira y una Gótica hundida en lo que se denominó la “Ley Dent“, que ve encarcelados a todos los hampones que amenazan con la armonía de Gotham.

Ahí, un policía llamado John Blake (Joseph Gordon-Lewitt), simboliza la cosecha de lo que alguna vez Gordon y Batman creyeron posible si limpiaban Gotham. Un huérfano devenido en policía, que no es corrupto, que siempre supo quién era Batman y nunca lo dijo porque, precisamente, entendía lo que significaba como símbolo.

Estamos terminando de digerir todos esos cabos sueltos cuando aparece la mejor secuencia de acción de toda la trilogía: en crudo, el Caballero de la noche recibe una terrible paliza, con referencias al cómic incluidas.

Párrafo para Bane: correcto, sólido y misterioso. Asesino, que se oye como el surreal Frank de Donnie Darko (2001) y encarna, en parte, la representación clave que han hecho del comunismo muchas novelas gráficas: lo amenazante de la idea de la igualdad de condiciones y la posición del poder cuando las masas toman la iniciativa y se toman las calles para exigir lo que creen suyo.

Bane es un asesino macizo de cintura, perverso y con un discurso claro. Un estadio con el mayor deporte estadounidense en pleno juego es demolido, una ciudad —la más simbólica— está en estado de sitio, se cometen asesinatos varios y lo peor: sale a luz la verdad sobre Harvey Dent, que murió como héroe, pero siempre debió vivir como villano.

La película es un tejido hilvanado desde la complejidad de Nolan, que a lo largo de la trilogía demostró ser un maniático de los detalles: casi no queda cabo abierto en la trilogía, personajes más personajes menos, y eso se agradece. Sabemos quién es quién e, incluso, si no hubiera muerto Heath Ledger, hubiese apostado que el Joker habría hecho, aunque en breve, un cameo memorable.

En The Dark Knight Rises entendemos mejor las motivaciones de fondo de Bruce.

Lo vemos solo y devastado. Lo vemos pobre. Si los tres primeros tramos de la película son un complejo tejido, peripuesto por las más correctas escenas de acción —que por cierto confunden los límites de la ficción— y la química perfecta entre Hathaway y Bale; Nolan asoma como una anciana pidiendo que estiremos las manos hacia adelante, apuntando hacia ella, para que unos segundos más adelante pueda reordenar sus madejas de lana mientras teje.

Porque eso es lo que hace Nolan en este film: teje, teje y teje, y al final, desenrolla todo y aparece su visión de Batman, tan honesta que costará años, si es que no décadas, para que alguien tome el material de la novela gráfica como si fuera un poco de plasticina, lo estruje con los puños y se pase por cualquier lado a los fundamentalistas que dicen: «oye, Batman salía con las uñas cortas en el episodio cuatro de la revista que compré en el calabozo del androide», e invente.

Porque eso es lo que hace Christopher Nolan. Y le resulta perfecto.

El director toma los moldes que él quiere, desde el guión de su hermano y el autor de Justice Society of America (DC Comics), y reinventa la historia de Batman en toda la trilogía.

Le guiña el lente al cómic, juega con las relaciones entre sus personajes y da lo que prometió en Batman Begins (2005), cuando empezó todo: hacer del personaje un protagonista de una historia muy ambiciosamente realista, en comparación con cualquier representación histórica anterior.

Primero, la expectativa de que viene algo genial: Batman Begins.

Luego, la ilusión, donde se plantea una batalla a largo plazo entre el Guasón y el murciélago: The Dark Knight.

Y el final, a todo reventar, que nos deja pensando en qué demonios es lo que vimos, en TDKR.

Yo así cerré mi pasada por el cine. Sacándole la madre a Nolan. Fui víctima de su tejido, del sube y baja de Bruce, del héroe de verdad que fue Gordon y del policía con cara de niño bueno de Blake; el pulentismo de Alfred —nunca esperé menos de Michael Caine—, las motivaciones de Bane y una soberbia Marion Cotillard (como Miranda Tate), que a mi juicio, es de lo más extravagante que le pasa a la película y en el momento justo.

Lejos de la profundidad de Batman Begins y la locura generalizada y casi imparable de The Dark Knight, en TDKR nos tienen con los ojos pegados a la pantalla en todas las secuencias notables, como las que tienen que ver con la nave de Batman o con Gatúbela, que (para suerte de los hombres) está casi siempre filmada en IMAX arriba de la moto. Priceless.

The Dark Knight Rises es una extraordinaria película de acción que quizás no tiene los tintes re fundacionales del comienzo de la saga ni los trucos de magia de la secuela, pero tiene un valor primordial, al margen de su vértigo magistral (si no se es un amargo): es el broche de oro, plata o cobre para la mejor trilogía sobre superhéroes que jamás se ha hecho en cine.

La escena en que Batman tiene su último diálogo con Gordon es emocionante para cualquiera que haya visto las tres películas y es un detalle, un cariñito del que dirige, para los que, más que ver, observan.

Tiene esta trilogía como común denominador la idea fuerza del guiño a la novela detectivesca, donde es el oficial de clase media (Golborne, no te coles), Jim Gordon, quien termina metiendo su nariz en la basura del poder y articulando una lucha, aliado con la metáfora del poder paramilitar y la fortaleza de un incorruptible Batman, lo que termina inserto en un contexto general que tiene en Nolan el mayor guiño a, no solo las novelas clásicas de Batman, sino el origen del personaje, no como un “Working class hero” simbolizado en Gordon, sino como entre el pueblo aplastado y el poder avasallador, una pequeña luz de esperanza, que el mismo Nolan en Harvey Dent insinúa apagar o revivir a través de una falacia.

Lo que se esboza en la primera parte, cuaja finalmente en la tercera, cerrando un círculo que se relaciona con quizás la mejor época del cómic, las lecturas que hizo Frank Miller de El Caballero de la noche y lo que no pudieron o no quisieron lograr los directores de sagas anteriores del murciélago (Tim Burton, Joel Schumacher).

Consultado sobre Batman y Superman, Michael Caine (Alfred en esta trilogía) dijo que estos significaban para la sociedad norteamericana cómo se ven y cómo quieren verse:

Superman es como los norteamericanos se ven a sí mismos: encarnando valores claves como el respeto por la democracia (es periodista) y la institucionalidad, las enmiendas en la Constitución o el amor a los colores de esa bandera que tanto miedo causa en otras latitudes; salvando el mundo de la forma más noble y legítima posible y teniendo como recompensa por ello el aplauso generalizado.

Batman vendría a ser como los del país del norte quieren ser vistos por el resto del mundo. Tratando de decir que el fin justifica los medios, sin decirlo. Tratando de entender que el poder militar del hombre se puede poner a favor del progreso de la humanidad, no solo en términos materiales y territoriales, sino que morales y evengelizadores. El espíritu es lo que puede dar vuelta una idea de maldad política tan fuerte como la pobreza, la precariedad y la justicia, vista como el regreso al equilibrio clásico y no como la oportunidad de establecer un nuevo orden. Quizás también promulgar que a veces hacer de forma injustificada lo necesario tiene recompensas que el mundo no está listo para entregar.

Cuando nos preparábamos para ver esta trilogía (disponible en Blu-Ray —y sí, lo vale), un sabio amigo comentó al editor y a quien escribe que Batman era solo un millonario azotando ladrones. Y sí. Lo es. Pero, ¿por qué los azota? ¿Qué hace pensar a un millonario que el mal se erradica con disfraz de malo? Hay en esta trilogía, escondida entre tanto juguete militar, disfraz y balazo, una metáfora sobre qué pasa cuando se rompe el círculo de la lógica y los genios funcionan al servicio del mal, optimizan sus escasos recursos para causar terror y muestran cuan débil es el sistema en el que tanto confían todos.

Lo mejor de todo es poder imaginar qué pasaría si Batman no existiera al salir de esas salas de cine. Si no estuviera ahí para salvarnos de los fundamentalistas, el caos y los falsos mesías. Ups.

Sobre el autor:

Gabriel Labraña (@galabra) es editor y conductor de #MouseLT en La Tercera.

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