Una migración esencial

por · Mayo de 2019

Sobre la antología Ojo de agua de Verónica Zondek.

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Sobre la antología Ojo de agua de Verónica Zondek.

Antología. Quise buscar de dónde viene esa palabra que, algo caprichosa, refiere a reunir o apartar fragmentos de toda una obra, abarcando años, arrastrando al hoy palabras viejas que se renuevan, y germinando hoy palabras nuevas que se funden con las más antiguas. Antología, del griego, anthos, que significa flor, y de legein, que es recoger, quiere decir, entonces, selección de flores. Calza preciso con lo que urgía hacer con el trabajo creativo de Verónica Zondek.

Poesía escogida, Tres libros y Siete poemas son las tres partes que contienen textos de varios de sus libros, y que incluyen unos cuantos textos inéditos. Sí, ya se han dicho algunas cosas de esta antología: que puede leerse como un poema largo, que hay un horizonte de extrañamiento al leerla primero, que deriva después en encantamiento, que lo íntimo se sitúa en espacios reconocibles para aflorar. A todo eso sí, porque así es, pero la poesía de Zondek se expande: insta a seguir su lectura-respiración a modo de meditación activa; podemos seguir diciendo tantas cosas o simplemente callar y escucharnos leyéndola, que hable ella, qué más agregar cuando uno coge en su manos y mira una flor rara, una flor ruda, carnívora, que se deja abrir y no. Respiramos, se respira la flor. Decido abrirla:

“Entre pluma tibia y tanta / la memoria encuentra asilo / es azul el horizonte y extensa el ala posible” (12). Pluma, horizonte, ala, encontré algo para decir: hay en la poesía de Verónica una migración esencial, viajes regulares y persistentes realizados por sus palabras. Como si fueran aves, ejecutan movimientos como parte de su posibilidad de ser. La ventaja primaria de la migración es energética y este decir, al igual que un vuelo, recorrerá distintas distancias, alturas, rutas de ida y de vuelta; también habrá palabras que responderán a otras fugas, palabras exóticas que se reproducen en territorios nuevos, palabras dispersas que se independizan de la palabra madre aunque la tengan en cuenta, palabras que tal como el ave que en pata, pico y plumas traslada semillas, irrumpe junto a sus compañeras de vuelo en la búsqueda de.

¿Qué busca, por ejemplo, El libro de los valles, los poemas con que comienza esta antología? Sobrevuela el ave, la palabra, intentando hallar una orientación posible, con el peso de la memoria a cuestas; a ratos son palabras en bandadas, porque juntas concentran la energía y forman una sola letra, vuelo en V, para avizorar distintas llanuras: un valle antiguo, con la “añoranza de las casas eternas que se heredan” (18), el valle verde, donde “un río fluye sin origen ni conciencia (…) la vida se pierde en su comienzo / y en fértil la muerte aletea” (20), valle silicona, en el que “solo un criminal ostenta sus arrugas” (19); valle silencio, donde “el desagüe es municipal y los habitantes son dispersos” (24) , o valle de la luna: “Suena el dormir / Busca descansar en solo / En solo huye despavorido” (22);  el viaje es una sospecha incandescente sobre estos valles; se observan, se admiran, se posa con asco o reverencia en sus páramos.

Pero también, y como si no dependiera de ella, el ave, la palabra, se desmarca del vuelo colectivo, salvaje a su propio salvajismo, porque serán otros los que “abren sus piernas y acogen con neoeficiencia nuestro tigre desamparo” (16). El lenguaje, desactivado de su función comunicativa habitual, se recrea y reactiva para evidenciar y rechazar las exigencias mecánicas del orden establecido que nos regula y controla. Tanto en su forma como su fondo, el poema agarra vuelo propio, no obedece a simples formas gramaticales: surge el deseo de un planear “transitable e infinito, sin límite elevado, donde toda conciencia de lo natural se hunde, donde la geografía no existe” (25). Los versos rondan, deambula la palabra, deambula el alfabeto, cortan el alambrado y se niegan al negro, se paran sobre un piso de mimbre raído, con esa herencia verde de pastizal.

Porque mientras estos versos ocurren, ocurre al mismo tiempo la reflexión, la necesidad y posibilidad liberadora que alberga el lenguaje, esa fuerza que irrumpe por más que haya una conciencia desencantada: la ruta de su vuelo migratorio tiene el poder de un re encanto, centrípeto y centrífugo a la vez: está el ansia por adentrar-se y así ver-se en este desplazamiento constante para que el desgarro interno ocurra, pero también está la exigencia de observar con agudeza cruda el delirante afuera, la sociedad perversa, enferma y disociada que a ratos es una hondonada sin escape donde se exige lo que falta: “En este valle los viñedos son de exportación / y los árboles cargados de fruta / se sirven en mesas extranjeras” (37); como si el pueblo se hubiera quedado sin lengua, es preciso construir una propia para poder decirlo, volver a decirlo, y quizás devolverle algo de dignidad. Se habla, así, en nombre de algo que no está, se habla desde un sin nombre, un sin ley que acaso salve a este pueblo que acata, que calla, sobre todo que calla, ahí tenemos a valle silencio, imponiéndose con su geografía, su ala oscura que impide migrar, quizás la palabra de Zondek, donde no es posible detener el habla, propicie la movilización.

También existe el nido. La nida, como leemos en Vagido. El refugio para germinar el ave, para albergar la palabra. El origen. Hallar tras las imágenes que se escriben, que se muestran, las imágenes que se ocultan, la raíz misma de la potencia creadora. Las aves elaboran nidos circulares porque esta forma es la más estable; naturaleza y evolución les da esta información, pero también, aprenden haciendo, perfeccionan su morada según el paso del tiempo o su contexto natural, y según sus materiales para construirlo: ramas, hierbas, hojas, algas, musgo… La imagen poética, tiene también, una materia. La imagen poética en Ojo de agua evidentemente no es un simple juego formal, un decorado fugaz, sino que acoge una materia de sustancia propia, de regla propia, una poética específica. En el poema Camélido, leemos: “pesa la nostalgia de la cueva segura / y el sueño de mi pecho antiguo / pesa el vuelo/ y pesa el paso / y pesa el ala / y pesa el pie / y el poema brota y brota la sangre” (63). Escribir y ser, o ser en el escribir: la fibra es la misma. La pluma que escribe deviene en la pluma piel de un ave, plumaje que con densa capa aísla, protege, lo forma y deforma, le permite el aleteo, lo camufla. A fin de cuentas, hay una resistencia en la pluma: ¿qué es lo que resiste a la creación misma para que así adquiera voz, gracia, existencia? Zondek logra ser fiel a un sentimiento humano primitivo, una realidad orgánica inicial en el que se reconoce un tipo de intimidad que mientras anida, descubre un cuerpo vacilante, incierto y despierto, que habla lejos del acatamiento de órdenes a destajo, al margen de tanto monosílabo desperdigado en el aire e incrustado en hombres y siglas. Se ahonda en una lengua honda, se interna en sus pliegues, en las capas de plumas y lo que hay bajo ellas, y después más abajo, y todavía más abajo. El encuentro con el lector sucede porque el que lee respira esa autenticidad en el decir: acá no hay ansia de perfección ni de verdad, poesía que se resiste a ser cordero degollado “no yo, no yo, no yo” (65) insiste el poema “Después de la destrucción”. Es en este tipo de nido donde el verso despliega su cola, donde es órgano plástico y por eso crea, presa de la propia impotencia. Poetizar con la propia impotencia, anidar con la imposibilidad de hacerlo, el acto de lectura parece llevarnos a este lugar donde germina un ímpetu inagotable que se descubre y renueva siempre, en un nido que es soporte y aporte.    

El vuelo de la palabra. El origen de la palabra. Queda explorar en su sonido, el que acompaña su nacimiento y la sigue en su trayecto y anatomía. El agua. Es lo que permite el tránsito de este decir, su flujo. Como una corriente que a ratos pasa más lenta, a ratos más rápida y por lo tanto su sonido posee distintas frecuencias y potencias, la musicalidad en estos poemas no cesa y si bien tiene el poder insistente y sostenido del sonido blanco, ese de televisión encendida sin transmisión, de flujo sanguíneo interno que oye un feto dentro del vientre, a la vez escurre por un cauce que fluctúa gracias a la palabra poética fluctuante de por sí, distinta cuando se escribe, cuando se oye escribiendo, cuando se recita o cuando otro la lee. El poema boqueo, por ejemplo, es en sí mismo un boqueo, un verseo agónico que vuelve a tomar aire: “boquean, boquean otra vez los cuerpos, bregan, bregan por restos de aire, vida, mi vida amada, mi amada vida” (58). La palabra consagrada al agua se asienta en el vértigo, muere a cada minuto, algo de su sustancia se derrumba, busca la unión o el combate, es el fundamento de la mezcla para hacer convivir registros de habla, realidad y sueño, lo evidente y lo cifrado. Es aquí donde el ojo de agua fija la vista en contextos político- sociales que, ya sabemos, contaminan, y fluye por otros cauces, son otras las fuentes que lo emanan. Y en esta soledad se erige junto a otras soledades, las voces de su tradición histórica íntima, poetas que revive la acompañan y dice: “Pienso luego existo en este cielo de ausentes (…) / pienso luego atrapo a esas a vuelo de pájaro / acunadas en plumas versadas por el aire / que no me queda otra sino decirlas” (74). Pizarnik, Mistral, Dickinson, Woolf; las oleadas de este verso versátil las acoge, permite traerlas aquí, a este libro que leemos hoy, a través de esa palabra que como gemido, como niño que nace, reordena la vivencia. Parir un ser, parir una lengua, parirse y reflotar: “En su nido / pía el pío / nace / la yo piadosa / la nida en la nada / la nada que me flota el crío / la cría mía / llora / llena la nada / me nombra / me quema la pestaña” (183).

La escritura de Verónica sonoriza el paisaje mudo, ese de lo primitivo y eterno, al tiempo que, con agua en sus consonantes, arrasa con su caudal sobre lo temporal y lo histórico. Con reverencia admirable crea imágenes que sobrepasan la realidad tornándola líquida. El agua le da una sintaxis a este ojo que habla, este ojo que se mueve y que se cuela en esta selección de flores y “ante golpes y gritos –citándola por última vez-, una bandada imaginaria de pájaros migra y vuela en cielos cargados de soledad azul” (203).

Una migración esencial

Sobre el autor:

Bernardita Bravo Pelizzola

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